LA CONJURA

viernes, 13 de febrero de 2015

Saltitos


                      (de Manuel de Mágina)







Saltitos es un libro de relatos que edita “El desván de la memoria” cuyos temas y desarrollo es sorprendente. Mágina es iMaginaTivo. Sus historias parten de un axioma fantástico, metafórico, desorbitado: forzar la realidad para obtener un fiel retrato de la misma, pues la realidad se compone de relatos fantásticos y metafóricos.

Entre otras historias, podemos leer la de dos personas que se acaban de conocer y no pueden dejar de hablarse como siameses inseparables, incluso en los momentos más íntimos; o la de un hombre y una mujer metamorfoseados en sus propios personajes o también la espectacular boda de un frigorífico —no se especifica la marca—. Historias —¿exageradas?, yo pienso que no— que salen de sus delimitaciones naturales para poner de manifiesto su existencia.






Pero el relato más relevante es el titulado “El pájaro guitarra”.

Como si fuese un moderno esclavo, Willy se ofrece como pájaro cantor. En la amplia cocina de una casa acomodada le construyen una jaula donde Willy vive y ofrece sus conciertos de guitarra. Al principio el hecho parece incomodar; pero poco a poco la casa se acostumbra a él. Y lo que al principio asustaba, ahora supone una ocasión de júbilo y de expansión en el hogar. Es ahí donde afloran la perspectiva y el carácter auténtico de los personajes. La señora de la limpieza teme al principio a Willy, aunque luego le gusta ese extraño cantante que le alegra las mañanas mientras ella trabaja, como si fuera los cuarenta principales; el dueño de la casa termina por considerar a Willy una propiedad más; su hija reacciona como la adolescente clasista que ya es, y el hijo, que siente compasión por el cantante enjaulado, quiere liberarlo; por último, su mujer Chloe, la más práctica, la más realista, que ve en todo el asunto una simple broma. Una broma pesada, pero que suena bien.

No sabemos si abierta la jaula el pájaro prefiere la libertad o el canto. Ese es el misterio.










Más allá de las notas o los rudimentos de los que el artista se sirve para expresarse, aún quedaba un código secreto. Ese que nos despierta la “fascinación”. Y Willy lo conocía. La fina melodía que tocaba transmitía desde ese lugar insondable.


Y que unos se encaminan hacia las metas por el sendero de la razón práctica y otros por el de la intuición, pero ambos confluyen inevitablemente en la matemática que ordena toda naturaleza, con la ventaja de que, quienes hacen uso de aquella, son quienes, a la postre, ostentan el poder; ya que estos olvidados de todo cuanto no sea su devoción, prescinden de lo que conduce hasta él.





martes, 3 de febrero de 2015

La hierba de las noches



La hierba de las noches.
Patrick Modiano.


En la contraportada del libro podemos leer que el autor es uno de los mejores escritores franceses vivos. Y es verdad que es un buen prosista, nadie lo niega, una prosa que retrata muy bien la memoria del protagonista, como la hiedra que se adhiere a las viejas casas, o la hierba que apunta directamente en sus fachadas. Faltaría más, es un premio Nobel de literatura.

Su novela está salpicada de reflexiones a las que ha querido dar un tono narrativo, en busca de aquellos recuerdos que formaron parte del pasado de un joven estudiante en París con su viejo bloc de notas ¿Pero cómo se enlazan estas piezas y se ensambla una novela? Y sobre todo ¿Qué hago yo con este hombre que me despista tanto? Ahí es donde yo voy.  No es un hipnótico relato ni una novela negra como dicen, que no nos engañen. Es un libro, muy bien escrito, con algunos pasajes muy bellos y otros no tanto. Aburre tanto Feedback, que lo alargan innecesariamente, que lo hacen pesado y que por momentos exaspera.

Un estudiante de Paris conoce a la joven y misteriosa Dannie y a una serie de personajes que se hospedan todos ellos en el Unic Hôtel. Todo parece indicar que son un grupo armado, no sé bien de qué ideología—uno se marea y pierde interés con las continuas retrospectivas que  marean al lector. El caso es que aparecen pisos francos, casas a las afueras de Paris, Montparnasse y calles y cafés en París sin saber exactamente que está ocurriendo, pero a la vez conociendo los detalles más íntimos del protagonista.



Nunca he vuelto a ver ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra. Su presencia fue fugitiva e incluso corría el riesgo de olvidar los nombres. Simples encuentros que no sabemos si son fruto del azar. Existe una etapa de la vida para esa situación, una encrucijada en donde todavía estamos a tiempo de dudar entre varios caminos.

Esos nombres los tenía yo dormidos en la memoria, pero no se habían borrado. Y, de la misma forma, asomó ayer un recuerdo enterrado.

Vale más, en vez de estar siempre imponiendo interrogatorios a los demás, aceptarlos como son, en silencio.

—En realidad—le dije—, basta con cruzar el Sena para olvidarse de todo lo que deja uno atrás.

Íbamos cruzando el jardín de Les Tuileries. Me pregunto en qué estación estábamos. Ahora, mientras escribo estas líneas, me parece que estábamos en enero. Veo manchas de nieve en los jardines de Le Carrousel, e incluso en la acera por la que andábamos, orillando Les Tuileries. Al frente, una aureola de bruma envuelve las farolas de debajo de los soportales de la calle de Rivoli. Y, sin embargo, tengo una duda: podría ser principios de otoño. Los árboles de Les Tuileries todavía tienen hojas.

No sé ya qué moralista que leía yo en los tiempos de la calle de L’Aude afirmaba que hay que tomar siempre como son a las personas a las que queremos y, sobre todo, no pedirles cuentas.


Siempre me resultaba violento presentarme y meterme en la vida de alguien de esa forma abrupta, casi militar, que exige algo parecido a ponerse en posición de firme

Ni pasado ya, ni presente, un tiempo inmóvil. Todo había recobrado su luz auténtica.

Es curiosa la forma en que algunos detalles de la existencia que no vemos al momento lo descubrimos veinte años después.

Desde que empecé a escribir estas páginas, me digo que sí hay un medio de luchar contra el olvido. Y es ir a determinadas zonas de París donde uno no ha vuelto desde hace treinta o cuarenta años y quedarse por allí una tarde entera, como si estuviera de vigilancia. A lo mejor esas personas de quienes nos preguntamos qué ha sido aparecerán en la esquina de una calle o en el paseo de un parque, o saldrán de los edificios que flanquean esos callejones sin salida que se llaman “glorietas” o villas”. Viven con una vida secreta y eso sólo pueden hacerlo en sitios silenciosos, lejos del centro. Sin embargo, en todas las ocasiones en que me pareció reconocer a Dannie, fue siempre entre el gentío. Una tarde a última hora, en la estación de Lyon, cuando iba a coger un tren, entre el barullo de la salida de vacaciones. Un sábado a media tarde en el cruce del bulevar y de la Chaussée d’Antin, en el flujo de gente que se agolpaba en las puertas de los grandes almacenes. Pero en todas esas ocasiones estaba equivocado.

Y hasta mucho más adelante no puedes entender por fin qué viviste y quiénes eran exactamente esos que te rodeaban, siempre y cuando te proporcionen por fin el medio para resolver un lenguaje en clave. La mayoría de las personas no se ven en esas circunstancias: tienen recuerdos sencillos, sin altibajos, y que se bastan a sí mismos y no necesitan decenas y decenas de años para aclararlos.

¿Tenemos derecho a juzgar a los que queremos? Si los queremos, será por algo y ese algo nos prohíbe que los juzguemos. ¿O no?

Cuente con mi discreción. Por lo demás, me parece que escribió usted en alguna parte que vivimos a merced de silencios. (Langlais)


Tienes que estar escondida en esos barrios. ¿Con qué nombre? Acabaré por dar con la calle. Pero, a diario, el tiempo apremia y, a diario, me digo que otra vez será.