Ana viene a mi casa una vez por
semana, a ayudarme en la limpieza. Es una mujer grande y algo gruesa, de unos
cincuenta y pico años. Y sobre todo es viva e inteligente. Tiene una facilidad
pasmosa para aprender el idioma del país donde está trabajando. ¡Una
superviviente nata! Así, habla griego, italiano, español y también ruso, además
de búlgaro que es su lengua materna.
Aborrece a los comunistas y todo
lo relacionado con ellos; le fastidian, por ejemplo, las muñecas rusas que adornan
mi estantería—regalo de mi querida Elena K.— o un banderín con la
imagen de Lenin llamando a la revolución a sus compatriotas—y que ha relegado al sótano— o un
abridor de latas cuyo cabezal representan una hoz y un martillo—a buen seguro,
un día de éstos terminará en la basura con la excusa de que está oxidado—. Al
pobre Dostoievski lo tiene confinado, basta con que fuera una de las lecturas obligatorias
del establishment soviético, cuando ella cursaba el bachillerato en Bulgaria.
Sabe de todo y de todo tiene
opinión. Conoce a Belén Esteban y toda la farándula del famoseo, consumidora
habitual de telebasura y, a la vez, de los documentales sobre tortugas,
arrecifes, tecnología o adelantos médicos del canal Discovery. Aunque últimamente,
me dice, se inclina más por los documentales de crímenes y psicópatas; de ellos
le interesa el procedimiento utilizado para descubrir el asesino.
Del panorama político actual,
está muy bien informada, desde UPyD a Ciudadanos, pasando por PP, PSOE y
Podemos. También me informa sobre las ofertas de los supermercados, recuerda
perfectamente los precios—algo inaudito para mí—controla la declaración de la
Renta, está enterada de lo que hay que declarar y de las deducciones que se
pueden hacer y de las que no.
Y después de estar trabajando
todo el día, además, tiene tiempo para leer, principalmente le gusta María
Dueñas, Matilde Asensi, Ildefonso Falcones, a los que lee en español. Ahora
está con “Cien años de soledad”. No sé si le gustará o no, o si se habrá
enterado de la amistad que unía a Gabo con el comunista Fidel Castro.
Nunca se queja y tiene motivos
para hacerlo. Al contrario, siempre está alegre y con un afán desmedido, casi
cotilla, por enterarse de todo… Dejó a sus padres en Bulgaria, a su hija mayor
y a su nieta (a la que sólo ve en Agosto); tiene el cuerpo destrozado por la
artrosis, que apenas la deja trabajar, sin embargo trabaja muy duro.
La otra mañana estaba yo
escuchando a Javier Krahe en youtube cuando ella me preguntó quién era. (Lo pregunta todo, qué haces, lo
que comes, qué compras y por qué, dónde vas, de dónde vienes…) Entonces le
expliqué un poco por encima quién era, le dije que había muerto esa misma
mañana…
—Ah sí—me interrumpió—lo escuché
en la radio. Exactamente igual que el ruso Vladimir Vysotsky—y se dio la vuelta
en dirección al comedor, con la nueva aspiradora, la Kobold HD-50, a la que
odia a pesar de no ser maquinaria rusa sino Made in Alemania.
Al autor del libro lo conocí en
Cartagena. “Tropezamos” (mi maridito y yo) con él por casualidad—cosas del azar,
o quizás de algún efrit bueno— en una
terraza. De pie, en la calle y en tan sólo media hora, supimos de él, de su
trabajo en México y de su libro publicado “Martillo”. No crean que mi maridito y yo hacemos eso con
todas la personas con las que “tropezamos”. No, no es eso, sino que nos lo
presentó, nada más y nada menos, que Juan de Dios, un gran poeta cartagenero,
divino.
Alejandro es una persona extremadamente
amable, que ya, a las primeras palabras se adivina su talento y su
sinceridad.
“Martillo”: Magnífico. Y aunque
parece difícil explicar el argumento, es, sin embargo, un buen libro. Un libro
nuevo. Bajo la apariencia de un delirante poema concebido como un arabesco, una
línea enrevesada cuyo argumento se contrae y se alarga sobre sí mismo. Yo diría una encrucijada entre Las mil y una noches
y Lovecraft. Una gran metáfora, un viaje en la vida interior del propio
autor.
Sin embargo, yo me he aplicado en
la lectura lenta y detallada del libro hasta creer encontrar un hilo conductor.
He ido señalando las letras en la escritura arabesca lovecraftiana.
Un recorrido del autor por
las intrincadas calles y por la Plaza de Fez le llevan hasta unos baños de manos de
Hassan. Un beso entre ambos lo sumerge en el averno, representado en una
fortaleza en el desierto, levantada por unos sangrientos beduinos en el
desierto de Rub al-Jali, en la ciudad de Iram y conocida con el nombre de Ubar,
la “ciudad de los pilares” o la “Atlántida de las arenas”. La misma ciudad en
la que vivió un demonólogo árabe que escribió el Necronomicón.
El panorama en su interior es insidioso.
La incubación de la miseria humana cobra
tales proporciones que es inevitable sentirse estupefacto.
Veo a una joven muchacha que tiene varios
senos en su cuerpo y uno en su boca desde el que escupe leche cada vez que
alguien la acaricia.
El preso ( trasunto del escritor)
pasa los días sumido en el abismo, en el desamparo más absoluto, con la única
compañía de una gata abisinia, a veces convertida en una hermosa pantera negra.
Acuden entonces los efrit, seres de la mitología árabe
que pueden realizar acciones tanto buenas como malas. Y ante el sufrimiento imagina ser un caballero
cristiano—luego pasará a ser un sastre—que rescata a una princesa árabe de las
garras del califa con el que iba a casarse. Como cuando éramos niños y veíamos
aquellas películas antimusulmanas.
Siendo el último preso con vida
de la fortaleza, y después de unos sucesos extraordinarios, logra escapar. (Como
también lo intentó sin éxito Cervantes en su presión de Argel).
Por fin, llega un poco de calma refugiado en el hogar de Abdel Halim, hombre hospitalario— como el buen musulmán—, que le
da té, le presta unas babuchas, con dos hijos serviciales, que le colocan una hamaca en el jardín
de casa.
Escuchando la reverberación y el eco del
agua que cae, a media tarde, de una fuente octogonal situada entre los jardines
de las casas en que me hallo.
Sobre el
silencio:
Diferentes tipos de silencio: el existente
entre dos guerreros antes de que se produzca su enfrentamiento, el del campo de
batalla tras el combate, los jugadores de cartas mientras apuestan, el
condenado a muerte, los religiosos, o el asesino justo antes de acabar con la
vida de su víctima.
Hay multitud de referencias
literarias. A Robert Walser ( leído), Unamuno( leído), Antonio Lobo Antunes(
leído por recomendación de Zoilo Caballero Narváez), Houellebecq ( amigo y también
leído), Claudio Magris( leído); Marcel Proust( todavía leyendo) y Borges( leído
en argentino) estos dos últimos a los que reconoce con una clara herencia
árabe, por sus curvas, rodeos y circunlocuciones, Elias Canetti (no leído),
Flaubert (todavía por leer sus famosa correspondencia)… y un largo etcétera (
leído y no leído).
Sobre Cervantes:
Porque solamente
un ser humano que ha experimentado el infortunio, la tristeza en grado sumo,
que se ha enfrentado a los múltiples reveses de la vida, sobreviviendo a ellos,
y que ha conocido los límites de la desesperación, puede expresar algo valioso
sobre la experiencia humana o concebir un personaje como el caballero de la
triste figura: un héroe capaz de adentrase en una fortaleza musulmana para
rescatar a una princesa de las manos de un sultán, o de enfrentarse con un solo
gesto a malandrines y genios malignos que se transforman en cueros de vino tinto
o molinos.
Tuvo que
aguantar que la rugosa mano de uno de ellos se deslizara por su cuerpo y,
además, las risas de la mayoría. Que un comerciante de quesos le restregara el
alimento por su rostro, que una muchacha muy delgada, con el pelo lleno de
sangre seca de garrapatas, vomitase a su lado.
Y todas esas
desagradables experiencias e infortunios no doblegaron su espíritu.
Al contrario,
le hicieron más fuerte.
Agrandaron su
conocimiento del alma humana.
En el actual
barrio e Beluizad, muy cerca del mar, se halla la gruta a la que fue arrojado,
junto a trece cautivos más, y en la que vivió prácticamente cinco años.
No importa la historia que nos
quiera contar el autor (si es que la hay) tan sólo el placer de leerlo es reconfortante,
el mero hecho de deslizarse en su prosa, exquisita, alucinante a la vez. El
sonido de un martillo, que repite machaconamente frases enteras, en espiral; y
que a mí más que un martillo me recuerda a un Martinete que, como se sabe, se
canta a golpes de martillo sobre un yunque metálico. Con ese ritmo que me ha
mantenido desde el principio hasta el final en su lectura. Como lo hice también
con los detectives salvajes de Bolaño. Y al que me recuerda, no sé por qué: ¿está
escrito en México? (Me gustan los libros que terminan señalando lugar y fecha
de inicio y de final, me dice mi maridito)
Soplaba el viento, los troncos de las
palmeras se movían despacio, las altas copas se mecían ligeramente en círculo.
Un joven de turbante amarillo se acercó, nos saludó gravemente en silencio y se
sentó un poco más atrás, en el borde de una alfombra, y de debajo de su
albornoz sacó un laúd cuyas cuerdas empezó a tañer distraídamente.
Creí entonces escuchar los murmullos del
desierto, que crearon una burbuja expansiva sobre nuestra aura, que reverberaba
al mismo tiempo que se disolvía sobre la nebulosa de nuestros pensamientos y se
contraía y se alargaba como si fuera un músculo, hasta relajarme y amansarme al
igual que un niño, acunándome como lo harían los espíritus de las mujeres que
nacieron, gozaron y perdieron su vida en la arena.