Una joven niña sobrevive como puede en la casucha de sus padres en una zona rural miserable y muy próxima a Cartagena (España). Las condiciones de vida son penosas y como quiera que a perro flaco, todo son pulgas, a nuestra protagonista le sucede un hecho ignominioso, un hombre la viola mientras duerme en una marranera. Ella se defiende clavándole la hoja oxidada de una hoz. ¡Ojo! Todo esto ocurre en la primera página, que no destripo nada.
Nuestra heroína (cuyo nombre desconocemos durante toda la novela) coge la tarjeta de embarque de su agresor, Cecilio Belmonte, y así suplantando la personalidad y convirtiéndose en Cecilia embarca a Orán, en busca de oportunidades y huyendo del crimen cometido; en realidad, la muerte de un criminal por legítima defensa.
El libro describe a través de la ficción a la colonia francesa de Argelia a principios de los años veinte del siglo pasado, a la bulliciosa ciudad de Orán, de origen árabe e influencia española, a los muchos españoles refugiados de la guerra civil que sobrevivían allá, pasando tangencialmente por otros hechos históricos como la II guerra mundial, y desde luego, la historia de los pieds noirs hasta su devenir posterior en la violenta independencia.
Pero también es una novela de aventuras con una figura femenina heroica admirable por su valor en busca de un posible mundo mejor en un mundo extraño; allí, donde confluyen distintas culturas con un punto en común, el ansia de libertad.
Habrá gente que le parezca un novelón clásico, y le guste; y otros que digan que ésta no es su tipo de novela, que le sobra el rollo melodramático. A mí, sin embargo, me gusta. Me parece perfecta la forma en que María Dueñas modela a su protagonista. Joven, valiente, inteligente, en un mundo intolerante y cruel. Un personaje entrañable en una gran novela.
Deprisa, deprisa, empecé a avanzar por calles y escalinatas que me eran familiares porque en otro tiempo las había recorrido montones de veces: estrechas, enredadas, empinadas, con gente arriba y abajo, con olores poderosos, voceríos, olor a mar y ropa tendida en las ventanas. Se seguí oyendo hablar en francés, pero ya no era tan cristalino como en los boulevards: ahora se revolvía con avisos en árabe, insultos y juramentos en español, alguna estrofa de copla o de tarantella desde una radio encendida, reclamos de vendedores ambulantes, regateos bullangeros de mujeres y las risas de niños que no iban a la escuela.