José Eustasio Rivera, autor de la novela, fue un funcionario, escritor y abogado colombiano que formó parte en 1922 de una comisión enviada por su gobierno a la selva de Venezuela. Allí conoce de primera mano las duras condiciones de vida de los caucheros capturados, enfermos y obligados a trabajar en estado casi de esclavitud.
“La vorágine” es la obra literaria que denuncia estos hechos, fue publicada en 1924 y está considerada un clásico de la literatura colombiana, precursora de “Cien años de soledad” de Gabo.
Arturo Cova huye con Alicia hasta una finca en el Llano (región previa a la selva). Él es un poeta, mujeriego, sin oficio ni beneficio, y ella huye de un matrimonio concertado por sus padres con un viejo del lugar. El capataz Barrera rapta a Alicia y a otra mujer (la niña Griselda) y se las lleva con él, por lo que Arturo y Franco se adentran en la selva para rescatarlas. Allí conocerán a Clemente Silva que busca a su hijo, o, en su defecto, a los huesos de su hijo; y también a los indígenas y trabajadores del caucho, que malviven en régimen de esclavitud .
Los trabajadores caucheros eran capturados para ser explotados de por vida, el abuso a los pueblos indígenas era brutal, se realizaba mediante la amenaza, la esclavitud y el asesinato. Supuestas deudas que nunca se pagaban por mucho que trabajaran, salarios inexistentes a cambio de perdonarles la vida.
Las atrocidades del “Holocausto del caucho en la Amazonia” nada tienen que envidiar a las peores guerras estatales.
Aquí comienza lo terrible de la novela, una naturaleza salvaje con ataques de hormigas carnívoras (tambochas), ataques de pirañas, heridas agusanadas aún estando viva la persona. Una selva que engulle a los hombres como si fuera un ente vivo monstruoso.
Un inmenso y húmedo ser antropófago.
Lo más complejo al leer “La Vorágine” es encontrar esa linealidad que esclarezca los hechos sucedidos entre tantos personajes y eventos que transcurren en distintos tiempos narrativos.
Dificulta también el léxico regional propio, hay párrafos enteros donde es preciso consultar el diccionario y si no continuar leyendo imaginando su significado y dejándose llevar por la narración. Al final del libro el propio autor incorporó un anexo con vocabulario. Rumbero es un guía; chinchorro una hamaca; la falca, la curiara y el bongo son embarcaciones. Pero el diccionario pronto se queda corto y al cabo de la segunda parte del libro dejo la obsesión de entender el texto por completo en todas sus acepciones y sigo la corriente de la historia que está muy bien escrita.
Pero el lenguaje se torna también precioso y certero. ¡Qué maravilla! La belleza de la selva abruma y esas descripciones y reflexiones contienen una prosa poética revestida de ritmo y lirismo, lo que contrasta con la crueldad de lo que está contando.
Lenta y oscuramente insistía en adueñarse de mi conciencia un demonio trágico. Pocas semanas antes, yo no era así. Pero pronto los conceptos de crimen y los de bondad se compensaban en mis ideas, y concebí el morboso intento de asesinar a mis compañeros, movido por la compasión.
La novela descubre, una vez más, la contraposición de la naturaleza humana y su hábitat. Cuando la Ciudad deja de ser el hogar y el lugar de trabajo del “animal político”, entonces, la condición humana recupera su “pureza natural”, salvaje.
Son picaduras de sanguijuelas. Por vivir en las ciénagas picando goma, esa maldita plaga nos atosiga, y mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos, y al fin el hombre resulta vencido. […] La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como la fiebre. El ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones.
A tal punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron.
Unos murieron porque la codicia de sus rivales estaba clamando por el despojo; otros fueron sacrificados por ser peones en la cuadrilla de algún patrón a quien convenía mermarle la gente, para poner coto a la competencia; contra estos fue ejecutado el fatal designio, pues debían fuertes avances, y, dándoles muerte, se aseguraba la ruina de sus empresarios.
Este libro me lo recomendó, Aurora del Páramo, un día que fui a visitarla a Cabo Tiñoso entre calas paradisíacas y acantilados con playas de arena fina, en una “Montaña Mágica” y marinera. Es duro, me dijo, aunque una gran obra. Así que, a pesar de la advertencia, yo también me interné en la selva de la literatura colombiana, en la vorágine narrativa a riesgo de que me devorara.
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