La hierba de las noches.
Patrick Modiano.
En la contraportada del libro podemos leer que el
autor es uno de los mejores escritores franceses vivos. Y es verdad que es un
buen prosista, nadie lo niega, una prosa que retrata muy bien la memoria del
protagonista, como la hiedra que se adhiere a las viejas casas, o la hierba que
apunta directamente en sus fachadas. Faltaría más, es un premio Nobel de
literatura.
Su novela está salpicada de
reflexiones a las que ha querido dar un tono narrativo, en busca de aquellos recuerdos
que formaron parte del pasado de un joven estudiante en París con su viejo bloc
de notas ¿Pero cómo se enlazan estas piezas y se ensambla una novela? Y sobre
todo ¿Qué hago yo con este hombre que me despista tanto? Ahí es donde yo
voy. No es un hipnótico relato ni una
novela negra como dicen, que no nos engañen. Es un libro, muy bien escrito, con
algunos pasajes muy bellos y otros no tanto. Aburre tanto Feedback, que lo
alargan innecesariamente, que lo hacen pesado y que por momentos exaspera.
Un estudiante de Paris conoce a
la joven y misteriosa Dannie y a una serie de personajes que se hospedan todos
ellos en el Unic Hôtel. Todo parece indicar que son un grupo armado, no sé bien
de qué ideología—uno se marea y pierde interés con las continuas retrospectivas
que marean al lector. El caso es que
aparecen pisos francos, casas a las afueras de Paris, Montparnasse y calles y
cafés en París sin saber exactamente que está ocurriendo, pero a la vez conociendo los detalles más íntimos del protagonista.
Nunca he vuelto a ver ninguna de las
personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra. Su
presencia fue fugitiva e incluso corría el riesgo de olvidar los nombres. Simples
encuentros que no sabemos si son fruto del azar. Existe una etapa de la vida
para esa situación, una encrucijada en donde todavía estamos a tiempo de dudar
entre varios caminos.
Esos nombres los tenía yo dormidos en la
memoria, pero no se habían borrado. Y, de la misma forma, asomó ayer un
recuerdo enterrado.
Vale más, en vez de estar siempre
imponiendo interrogatorios a los demás, aceptarlos como son, en silencio.
—En realidad—le dije—, basta con cruzar el
Sena para olvidarse de todo lo que deja uno atrás.
Íbamos cruzando el jardín de Les
Tuileries. Me pregunto en qué estación estábamos. Ahora, mientras escribo estas
líneas, me parece que estábamos en enero. Veo manchas de nieve en los jardines
de Le Carrousel, e incluso en la acera por la que andábamos, orillando Les
Tuileries. Al frente, una aureola de bruma envuelve las farolas de debajo de
los soportales de la calle de Rivoli. Y, sin embargo, tengo una duda: podría
ser principios de otoño. Los árboles de Les Tuileries todavía tienen hojas.
No sé ya qué moralista que leía yo en los
tiempos de la calle de L’Aude afirmaba que hay que tomar siempre como son a las
personas a las que queremos y, sobre todo, no pedirles cuentas.
Siempre me resultaba violento
presentarme y meterme en la vida de alguien de esa forma abrupta, casi militar,
que exige algo parecido a ponerse en posición de firme
Ni pasado ya, ni presente, un
tiempo inmóvil. Todo había recobrado su luz auténtica.
Es curiosa la forma en que algunos detalles de la
existencia que no vemos al momento lo descubrimos veinte años después.
Desde que empecé a escribir estas
páginas, me digo que sí hay un medio de luchar contra el olvido. Y es ir a
determinadas zonas de París donde uno no ha vuelto desde hace treinta o
cuarenta años y quedarse por allí una tarde entera, como si estuviera de
vigilancia. A lo mejor esas personas de quienes nos preguntamos qué ha sido
aparecerán en la esquina de una calle o en el paseo de un parque, o saldrán de
los edificios que flanquean esos callejones sin salida que se llaman “glorietas”
o villas”. Viven con una vida secreta y eso sólo pueden hacerlo en sitios
silenciosos, lejos del centro. Sin embargo, en todas las ocasiones en que me
pareció reconocer a Dannie, fue siempre entre el gentío. Una tarde a última
hora, en la estación de Lyon, cuando iba a coger un tren, entre el barullo de
la salida de vacaciones. Un sábado a media tarde en el cruce del bulevar y de
la Chaussée d’Antin, en el flujo de gente que se agolpaba en las puertas de los
grandes almacenes. Pero en todas esas ocasiones estaba equivocado.
Y hasta mucho más adelante no
puedes entender por fin qué viviste y quiénes eran exactamente esos que te
rodeaban, siempre y cuando te proporcionen por fin el medio para resolver un
lenguaje en clave. La mayoría de las personas no se ven en esas circunstancias:
tienen recuerdos sencillos, sin altibajos, y que se bastan a sí mismos y no
necesitan decenas y decenas de años para aclararlos.
¿Tenemos derecho a juzgar a los
que queremos? Si los queremos, será por algo y ese algo nos prohíbe que los
juzguemos. ¿O no?
Cuente con mi discreción. Por lo
demás, me parece que escribió usted en alguna parte que vivimos a merced de
silencios. (Langlais)
Tienes que estar escondida en
esos barrios. ¿Con qué nombre? Acabaré por dar con la calle. Pero, a diario, el
tiempo apremia y, a diario, me digo que otra vez será.
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