LA CONJURA

sábado, 8 de abril de 2023

NUESTROS AÑOS VERDE OLIVO


 

Novela autobiográfica sobre las experiencias del chileno Roberto Ampuero en la Cuba revolucionaria.

En 1974, un joven chileno, tras el golpe militar de Pinochet en Chile, se exilia en la Alemania democrática haciendo de traductor de textos políticos. Allí conoce a Margarita, hija de un prócer del régimen de Fidel Castro. El matrimonio se celebra en Cuba, y tendrán un hijo.

Lo que en principio parece una idea idílica, romántica y utópica sobre la justicia social, vivir en Cuba, en “la isla de la libertad”, en el Caribe, con playas de arena blanca, paisajes de palmeras en atardeceres rosáceos, termina convirtiéndose en una pesadilla. Un lugar de donde escapar. Al que no volver. La pobreza en que se debatía la gente desde el triunfo de la revolución era estremecedora, cada persona disponía de una libreta de racionamiento que regulaba de forma espartana su existencia. Se desconfiaba de quienes tuvieran ideas propias y distintas a la revolución, y cuya única forma de mantenerlos a raya era la probabilidad de morir; de los que leyeran mucho porque los libros confundían sexual e ideológicamente a los hombres, convirtiéndolos en maricones y contrarrevolucionarios; desconfiando de la más mínima fisura ideológica que representaba el comienzo del fin y la colaboración con el enemigo.

Un testimonio contundente contra la dictadura cubana, que dispone de un buen principio y un valiente final. Pero hacia la mitad de la lectura se nos hace larga y repetitiva durante las más de seiscientas páginas que tiene la novela. Un libro prohibido en Cuba, que seguramente no haya leído el actor Willy Toledo.


El socialismo solo sobrevivía gracias a las aguas infestadas de tiburones que impedían la fuga de ciudadanos.


Sobre el propio hijo del autor:

Mi hijo se hizo a la mar en balsa durante una noche de luna llena y nunca arribó a los cayos de Florida. Una nave del servicio de guardacostas de Estados Unidos descubrió su embarcación en aguas internacionales. Estaba volcada y vacía.


La experiencia del Chile de Pinochet y la Cuba de los Castro, y de la escritura de esta novela, me enseñaron algo adicional: no hay nada que se parezca más a una dictadura de derecha que una dictadura de izquierda, no hay nada más parecido al fascismo que el comunismo, nada más parecido al hitlerismo que el estalinismo. Para el ciudadano corriente, las dictaduras son todas iguales. Para el que aguarda el interrogatorio en una celda de la seguridad del Estado da lo mismo si su torturador es de izquierda o de derecha, es religioso o ateo, cree en el comunismo o la seguridad nacional, lleva al cinto un Kalashnikov o una Luger, fue formado en la antigua Bucarest o en una escuela de las Américas de Panamá. Para este ser humano, sentado desnudo en la silla, con las manos atadas a la espalda, cuya familia ignora cuándo retornará, todo eso da lo mismo. El terror y el dolor, la angustia y el sufrimiento, la impotencia y la arbitrariedad que experimentará en esos calabozos será simplemente una afrenta a la especie humana. En ese instante todas las dictaduras son una y la misma, y todo el dolor que sufre el ser humano atañe a la humanidad en su conjunto, con independencia de sus convicciones políticas.



¿Qué retorcido mecanismo mental los conduce a denunciar el abuso, la tortura, la marginación, el escarnio, el exilio, la represión y el asesinato de quienes piensan distinto bajo una dictadura de derecha, pero los conduce a justificar esas mismas medidas contra quienes se oponen a una dictadura de izquierda? ¿Qué lleva a una persona a condenar a un general que dirige durante diecisiete años un país andino con mano de hierro, y a alabar en cambio a un comandante que lleva cincuenta años dirigiendo de igual modo una isla?


Me confesó que había roto con la lucha armada el día en que la guerrilla salvadoreña le entregó, en Ciudad Mexico, la misión de ajusticiar a un supuesto traidor a la causa. El quiebre se produjo en los instantes en que aguardaba en una esquina, pistola en mano, la aparición de su víctima. Desde su posición pudo ver como esta salía por última vez de su modesta casita de techo de zinc a la alegre luminosidad de la calle. Llevaba de la mano a un niño de unos cinco años, que portaba un globo rojo y debía ser su hijo. Los dejó pasar a su lado, identificó desde la distancia el punto preciso al que debía disparar, se vio a sí mismo descargando los tiros, vio luego la mirada de espanto del niño y el globo manchado de bermejo, el cielo ya sucio y… no pudo hacerlo. Comprendió entonces que la idea revolucionaria estaba exigiéndole demasiado.




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