De Bryce Echenique
Desde mi época de estudiante,
Alfredo Bryce Echenique es uno de mis autores preferidos. Y eso no va a cambiar, ni tan siquiera ahora,
cuando leo otras obras suyas apenas comparables en calidad a “La vida exagerada
de Martin Romaña” o “Un mundo para Julius”…etc., como es el caso de esta
novela.
El universo de Bryce Echenique,
es recurrente, todito recurrente, que diría él: la ciudad de Paris o la de Barcelona,
Italia, sus viajes por Europa, su familia de rancio abolengo en el viejo Perú y
sus compatriotas limeños a los que debe hospitalidad, la literatura, el
alcohol…, un universo que se muestra una y otra vez, en toditos sus libros, en
toditas sus novelas… ¡en fin! su genial y barroca espontaniedad, en toditos sus cuentitos.
A Alfredo hay que
quererlo porque sí y porque ya lo dice él: “yo
escribo para que me quieran”, aunque un amigo mío me dijo al respecto: “No funciona”. Pero yo creo que sí
funciona, al menos conmigo y también con mi maridito (él también se apunta desde la cocina, donde se toma una infusión extraña para el resfriado)
Bienvenido Salvador Buenaventura
es un educado, excelente y distinguido abogado perteneciente a una importante
familia limeña, cuya maldición familiar consiste en un alcoholismo congénito y
hereditario entre sus miembros. Nadie se libra de semejante maldición que se
transmite en la familia por generaciones,
hermano tras hermano todos caen en el alcoholismo, hombres y mujeres.
Todos, salvo Bienvenido Salvador Buenaventura, que es la gran excepción a la
regla.
Pero nuestro protagonista decide
jubilarse y con el patrimonio que ha ganado y el heredado, irse a vivir a Barcelona. Allí compra un
pisito, en la calle Provenza, al que debe hacerle unas reformas. Y para ello, contrata
nada más y nada menos que a Pancho Marambio, craso error, el mayor estafador y
charlatán del mundo. El inefable Pancho lo saquea vilmente, aumenta
presupuestos, utiliza materiales de pésima calidad… Así con Pancho Marambio,
Bienvenido comienza a beber y a cumplir con su fatal destino.
Y había también otro operario, de
inconfundible aspecto magrebí e imposible acento analfabeto, al que Pancho le
dijo un día que le debía unos quinientos euros, o sea, unos quinientos euros
por tercera o cuarta vez consecutiva. Bienvenido ya no escuchó, ya ni observó,
y tampoco miró ya a nadie de arriba abajo. Hacía tiempo que simple y llanamente
lo aceptaba todo.
—Pues dime su nombre, para hacerle un
cheque nominal. —se limitó a decir aquella enésima vez.
— ¿Su nombre? Pues mira, su nombre es una
serie de sonidos cuyo resultado es Rafael. Con eso basta y sobra.
El whisky con sus cubos de hielo perfectos
en un vaso de cristal tallado, de cristal tallado de roca…
Y
me recuerda Bryce Echenique, porque los cita en esta novela y en otras y
porque lo tengo pendiente, que he de leer a Juan Rulfo y a Julio Ramón Ribeyro.
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