LA CONJURA

sábado, 4 de marzo de 2017

UN PASEO LITERARIO POR CALLES DE MURCIA





Los edificios y (las) calles de Murcia guardan viejas historias que los muros de esta ciudad han custodiado desde tiempo atrás, a la espera de que alguien se detenga y quiera escucharlas.  Sólo hay que saber escuchar.

Paco López Mengual, que pasaba por allí, tuvo el acierto de oírlas, pues no todo el mundo es propenso a dicha cualidad y aún menos logran escribir un libro después. (Y además publicarlo)

Está claro que las radiaciones del meteorito que cayó en Molina de Segura, no sólo formó escritores sino que les avivó los cinco sentidos en una especie de paroxismo sensorial capaz de oír hasta lo que dicen  las piedras.

En cambio a Mazarrón sólo nos llegan las radiaciones de esa vulgar bomba de Palomares; siendo sus consecuencias una alergia generalizada a cualquier manifestación cultural, además de unas protuberancias sospechosas en la producción de tomates.

“En el paseo literario por (las) calles de Murcia”, las piedras hablan de las vidas de otros murcianos que tuvieron el acierto o la desdicha de vivir antes que nosotros en este mismo lugar, pasear por sus puentes y plazas, santiguarse ante hornacinas de vírgenes adornadas con flores de plástico y polvorientas, doblar pico esquinas con precaución de no topar con bandidos ni  revolucionarios que andan aprisa, a su negocio.

—Vaya, me dice JM cuando le enseño la portada del libro. Pero si ése (refiriéndose al autor) tiene una mercería en mi pueblo que se llama “Las Marujas”.

Qué curioso. QUE TIENE UNA MERCERÍA QUE SE LLAMA LAS MARUJAS. Pues la de historias que le contarán a Paco López Mengual en esa mercería. ¡Qué no habrán oído esos botones, cenéfas, esas telas de algodón y esos rollos de hilo. Es que Las Maris somos así, fuente inagotable de ocurrencias, especialistas en pegar la hebra. Y muy listas a pesar de lo que diga ese  tal Janus KORWN MIKKE. ¡Qué sabrá él!





Empieza el recorrido en la Plaza Santo Domingo, con el famoso ficus, plantado hace ciento veinticuatro años por Ricardo Codorniu, a partir de un esqueje australiano. El árbol tiene en sus raíces los restos de un refugio antiaéreo (no tenía ni idea, y eso que habré pasado por allí cuatrocientas mil veces) construido durante la guerra civil española. Tres personas han muerto ya por el impacto de sus ramas que alcanzan más de treinta metros de altura, es por eso que se construyó una gran pérgola a su alrededor.







Desconocía yo la historia del bandolero El Barbudo, una especie de Curro Jiménez pero en beato, (cosica rara) ultracatólico y conservador, de los que dirían ¡Vivan las caenas!, que luchó contra las tropas napoleónicas y se puso del lado de Fernando VII, en contra los liberales. Terminó siendo ahorcado en la plaza Santo Domingo. Su cuerpo fue mutilado (y frito), sí, sí frito, como lo oyen, para exhibirlo y evitar su descomposición.

                                                                                                 

                                                                                               
        


Es curiosa también la historia del Teatro Romea. El Ayuntamiento ofreció un terreno procedente de la desamortización de los bienes de la Iglesia para la construcción de un teatro en la ciudad, en el lugar donde antes hubo una iglesia y un cementerio. Estaban construyéndolo cuando un monje enfadadísimo les echó una maldición. Los maldijo con tres incendios que sufriría el teatro. El primero, dijo,  serviría de aviso y sin víctimas, pero en el segundo moriría una persona, y en el tercero—que ocurriría cuando hubiese lleno total—morirían todos.










Pues bien, el primero y el segundo ya han ocurrido. Y tal como predijo el monje, en el primero no murió nadie y en el segundo hubo una víctima. Pero el tercero está por venir; si bien todo parece una leyenda, la directiva del teatro evita esta maldición dejando siempre una entrada SIN vender. Así que NUNCA SE VENDE TODAS LAS ENTRADAS, y por tanto, no hay lleno total.

¡Puff! ¡Menos mal!

Dos Premios Nobel de literatura están íntimamente unidos a la ciudad de Murcia. Don José Echegaray y don Jacinto Benavente. El primero vivió en Murcia hasta los quince años. Aquí quedaron sus mejores recuerdos:


“Yo fui niño en Murcia y no he vuelto a serlo en ninguna otra parte”

“Yo puedo llamarme murciano, con gran derecho, si es que nuestra tierra es la tierra en donde desarrollamos nuestro cuerpo y formamos nuestro espíritu. No he nacido en Murcia, pero en ella me he criado, y los primeros recuerdos que tengo de mi niñez los tengo de Murcia. Aquí, para mis adentros, ¡me siento murciano! ¡muy murciano!”

“¡Cuántas cometas, estrellas y barriletes, he remontado yo en Murcia cuando chico, desde la alegre azotea o desde la hermosa huerta próxima al Malecón o desde la fábrica de Salitre! Yo remontaba cometas por jugar, porque me regocijaba ver sobre el hermoso azul del cielo murciano unos cuantos pliegos de papel con armazón de cañas, flotando en los aires y sujetos a mi voluntad por un hilo”.





El otro Nobel, don Jacinto Benavente, era nieto de un conserje murciano. Un grupo de tertulianos murcianos le sufragaron al hijo del conserje (padre de Jacinto Benavente) y que ya apuntaba maneras el zagalico por su mente preclara, los gastos universitarios para que pudiese estudiar medicina en Madrid. El domicilio de los Benavente era lugar de acogida de murcianos, y en verano, toda la familia viajaba a Murcia a pasar las vacaciones. Y aquí paseaba el pequeño Jacinto fascinado como una premonición por delante de la fachada del teatro Romea.





Escalofriante fue la ejecución de Josefa Gómez Pardo, más conocida por la Perla, acusada de envenenar a su marido y accidentalmente a una niña de trece años.  El crimen se cometió en el Hostal de la Perla , en la calle Sánchez Madrigal, cerca de la iglesia de San Bartolomé,  año 1893.



Fue una ejecución pública y CRUEL en Ronda de Garay. El público aplaudía como poseído, peor que si estuviesen en una atracción turística. Fue la última ejecución pública; el gobierno las prohibiría  poco tiempo después.




El más literario de los cafés murcianos fue el SANTOS, en su época ubicado en la esquina de la calle Sánchez Madrigal y San Bartolomé. No vayan, que ya no está.  Allí iban escritores de la talla de Miguel Espinosa (GRAN ESCRITOR DE SUSTANCIA FILOSÓFICA) y en sus mesas pasaron gran parte de su tiempo escribiendo.



Especial atención merece el capítulo de ANTONETE GÁLVEzZ, líder de la revolución cantonal.  Su historia es asombrosa, condenado dos veces a muerte logró escaparse; sin embargo, murió de muerte natural a una edad avanzada y en su casa de Torreagüera. Abanderó la revolución republicana contra Amadeo de Saboya, y cada vez eran más las ciudades y territorios que se anexionaban a su causa federalista. Llegó a controlar un vasto territorio hasta Chinchilla, durante seis meses nos declaró independientes acuñando  moneda propia, el duro cantonal. Improvisaron una bandera desde el Castillo de Galeras en Cartagena, que resultó ser turca, con luna incluida y que un tal Señorito Paco se encargó de colorear con la sangre de su brazo, pues en ese momento no disponían de pintura o colorante. 

La fragata de los cantonales era el Numancia, y cuando el estado alemán se apropió de una de las embarcaciones, Antonete, enfurecido, redactó la declaración de guerra contra Alemania, que luego rompería. Cuando las cosas se pusieron feas la estrategia de Antonete fue pedir ayuda a EEUU (tal y como hiciera después Churchill en la II Guerra Mundial), proponiendo la incorporación de Murcia como un estado más de los Estados Unidos de América. La respuesta tardó en llegar.





Y así, leyendo este libro de viajes por las calles o pasajes de Murcia, pensé que era un viaje interior para todo murciano, un relato ocurrente con una prosa amena y deslizante, como una agenda personal de la ciudad, que recogiera  nuestro propio pasado y donde nos adivinamos, quizás,  en cada una de las semblanzas y anécdotas que aquí nos describen. Porque, en definitiva, la narración de nuestra ciudad es parte de nuestra identidad narrativa. No hay otra.

¿Cuánta falta hace otro libro semejante en la milenaria ciudad de Cartagena, o lo hay ya y lo desconozco, o es que no se ha publicado? ¿Se atrevería Paco López Mengual?



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