Los edificios y (las) calles de Murcia
guardan viejas historias que los muros de esta ciudad han custodiado desde
tiempo atrás, a la espera de que alguien se detenga y quiera escucharlas.
Sólo hay que saber escuchar.
Paco López Mengual,
que pasaba por allí, tuvo el acierto de oírlas, pues no todo el mundo es
propenso a dicha cualidad y aún menos logran escribir un libro después. (Y
además publicarlo)
Está claro que las radiaciones del
meteorito que cayó en Molina de Segura, no sólo formó escritores sino que les
avivó los cinco sentidos en una especie de paroxismo sensorial capaz de oír
hasta lo que dicen las piedras.
En cambio a Mazarrón sólo nos llegan las
radiaciones de esa vulgar bomba de Palomares; siendo sus consecuencias una
alergia generalizada a cualquier manifestación cultural, además de unas protuberancias
sospechosas en la producción de tomates.
“En el paseo literario por (las) calles de
Murcia”, las piedras hablan de las vidas de otros
murcianos que tuvieron el acierto o la desdicha de vivir antes que nosotros en
este mismo lugar, pasear por sus puentes y plazas, santiguarse ante hornacinas
de vírgenes adornadas con flores de plástico y polvorientas, doblar pico
esquinas con precaución de no topar con bandidos ni revolucionarios que
andan aprisa, a su negocio.
—Vaya, me dice JM cuando le enseño la
portada del libro. Pero si ése (refiriéndose al autor) tiene una mercería en mi
pueblo que se llama “Las Marujas”.
Qué curioso. QUE TIENE UNA MERCERÍA QUE SE
LLAMA LAS MARUJAS. Pues la de historias que le contarán a Paco López Mengual en
esa mercería. ¡Qué no habrán oído esos botones, cenéfas, esas telas de algodón
y esos rollos de hilo. Es que Las Maris somos así, fuente inagotable de
ocurrencias, especialistas en pegar la hebra. Y muy listas a pesar de lo que
diga ese tal Janus KORWN MIKKE. ¡Qué sabrá él!
Empieza el recorrido en la Plaza Santo
Domingo, con el famoso ficus, plantado hace ciento veinticuatro años por
Ricardo Codorniu, a partir de un esqueje australiano. El árbol tiene en sus
raíces los restos de un refugio antiaéreo (no tenía ni idea, y eso que habré
pasado por allí cuatrocientas mil veces) construido durante la guerra civil
española. Tres personas han muerto ya por el impacto de sus ramas que alcanzan
más de treinta metros de altura, es por eso que se construyó una gran pérgola a
su alrededor.
Desconocía yo la historia del bandolero El
Barbudo, una especie de Curro Jiménez pero en beato, (cosica rara)
ultracatólico y conservador, de los que dirían ¡Vivan las caenas!, que luchó
contra las tropas napoleónicas y se puso del lado de Fernando VII, en contra
los liberales. Terminó siendo ahorcado en la plaza Santo Domingo. Su cuerpo fue
mutilado (y frito), sí, sí frito, como lo oyen, para exhibirlo y evitar su
descomposición.
Es curiosa también la historia del Teatro
Romea. El Ayuntamiento ofreció un terreno procedente de la
desamortización de los bienes de la Iglesia para la construcción de un teatro
en la ciudad, en el lugar donde antes hubo una iglesia y un cementerio. Estaban
construyéndolo cuando un monje enfadadísimo les echó una maldición. Los maldijo
con tres incendios que sufriría el teatro. El primero, dijo, serviría de
aviso y sin víctimas, pero en el segundo moriría una persona, y en el tercero—que
ocurriría cuando hubiese lleno total—morirían todos.
Pues bien, el primero y el segundo ya han
ocurrido. Y tal como predijo el monje, en el primero no murió nadie y en el
segundo hubo una víctima. Pero el tercero está por venir; si bien todo parece
una leyenda, la directiva del teatro evita esta maldición dejando siempre una
entrada SIN vender. Así que NUNCA SE VENDE TODAS LAS ENTRADAS, y por tanto, no
hay lleno total.
¡Puff! ¡Menos mal!
Dos Premios Nobel de literatura están
íntimamente unidos a la ciudad de Murcia. Don José Echegaray y don Jacinto
Benavente. El primero vivió en Murcia hasta los quince años. Aquí quedaron
sus mejores recuerdos:
“Yo fui niño en Murcia y no he vuelto a
serlo en ninguna otra parte”
“Yo puedo llamarme murciano, con gran
derecho, si es que nuestra tierra es la tierra en donde desarrollamos nuestro
cuerpo y formamos nuestro espíritu. No he nacido en Murcia, pero en ella me he
criado, y los primeros recuerdos que tengo de mi niñez los tengo de Murcia.
Aquí, para mis adentros, ¡me siento murciano! ¡muy murciano!”
“¡Cuántas cometas, estrellas y barriletes,
he remontado yo en Murcia cuando chico, desde la alegre azotea o desde la
hermosa huerta próxima al Malecón o desde la fábrica de Salitre! Yo remontaba
cometas por jugar, porque me regocijaba ver sobre el hermoso azul del cielo
murciano unos cuantos pliegos de papel con armazón de cañas, flotando en los
aires y sujetos a mi voluntad por un hilo”.
El otro Nobel, don Jacinto Benavente, era
nieto de un conserje murciano. Un grupo de tertulianos murcianos le sufragaron
al hijo del conserje (padre de Jacinto Benavente) y que ya apuntaba maneras el zagalico por su mente preclara, los gastos universitarios
para que pudiese estudiar medicina en Madrid. El domicilio de los Benavente era
lugar de acogida de murcianos, y en verano, toda la familia viajaba a Murcia a
pasar las vacaciones. Y aquí paseaba el pequeño Jacinto fascinado como una
premonición por delante de la fachada del teatro Romea.
Escalofriante fue la ejecución de Josefa
Gómez Pardo, más conocida por la Perla, acusada de envenenar a su marido
y accidentalmente a una niña de trece años. El crimen se cometió en el
Hostal de la Perla , en la calle Sánchez Madrigal, cerca de la iglesia de San
Bartolomé, año 1893.
Fue una ejecución pública y CRUEL
en Ronda de Garay. El público aplaudía como poseído, peor que si estuviesen en
una atracción turística. Fue la última ejecución pública; el gobierno las
prohibiría poco tiempo después.
El más literario de los cafés murcianos
fue el SANTOS, en su época ubicado en la esquina de la calle Sánchez
Madrigal y San Bartolomé. No vayan, que ya no está. Allí iban escritores
de la talla de Miguel Espinosa (GRAN ESCRITOR DE SUSTANCIA FILOSÓFICA) y
en sus mesas pasaron gran parte de su tiempo escribiendo.
Especial atención merece el capítulo de ANTONETE
GÁLVEzZ, líder de la revolución cantonal. Su historia es asombrosa,
condenado dos veces a muerte logró escaparse; sin embargo, murió de muerte
natural a una edad avanzada y en su casa de Torreagüera. Abanderó la revolución
republicana contra Amadeo de Saboya, y cada vez eran más las ciudades y
territorios que se anexionaban a su causa federalista. Llegó a controlar un
vasto territorio hasta Chinchilla, durante seis meses nos declaró independientes
acuñando moneda propia, el duro cantonal. Improvisaron una bandera desde
el Castillo de Galeras en Cartagena, que resultó ser turca, con luna incluida y
que un tal Señorito Paco se encargó de colorear con la sangre de su brazo, pues
en ese momento no disponían de pintura o colorante.
La fragata de los
cantonales era el Numancia, y cuando el estado alemán se apropió de una de las
embarcaciones, Antonete, enfurecido, redactó la declaración de guerra contra
Alemania, que luego rompería. Cuando las cosas se pusieron feas la estrategia
de Antonete fue pedir ayuda a EEUU (tal y como hiciera después Churchill en la
II Guerra Mundial), proponiendo la incorporación de Murcia como un estado más
de los Estados Unidos de América. La respuesta tardó en llegar.
Y así, leyendo este libro de viajes por
las calles o pasajes de Murcia, pensé que era un viaje interior para todo
murciano, un relato ocurrente con una prosa amena y deslizante, como una agenda
personal de la ciudad, que recogiera nuestro propio pasado y donde nos
adivinamos, quizás, en cada una de las semblanzas y anécdotas que aquí
nos describen. Porque, en definitiva, la narración de nuestra ciudad es parte
de nuestra identidad narrativa. No hay otra.
¿Cuánta falta hace otro libro semejante en la milenaria ciudad de Cartagena, o lo hay ya y lo desconozco, o es que no se ha publicado? ¿Se atrevería Paco López Mengual?
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