LA CONJURA

domingo, 30 de julio de 2017

El testigo invisible





Leonid Sednev , era un joven de quince años, deshollinador imperial y pinche de cocina de los Romanov, y fue también, la única persona que CONVIVIÓ con la familia imperial rusa hasta pocas horas antes de su muerte y que logró sobrevivir.

Leonid Sednev existió realmente. No es producto de la ficción de la autora.

Leonid Sednev

Los Romanov fueron fusilados  en la ciudad de Ekaterimburgo, el día 17 de julio de 1918. Asesinaron al zar Nicolás II, a su esposa, la zarina Alejandra, y a sus hijos Olga, Tatiana, María, Anastasia y Alekséi. Junto a ellos, murieron también quienes los acompañaban, gente de confianza, como su médico Eugene Botkin.



La mañana del asesinato, Yurovski (militar al mando encargado de la custodia del zar Nicolás y su familia y posteriormente de su ejecución) despidió al joven Leonid Sednev de su trabajo con la excusa de que su tío había venido a buscarlo desde San Petersburgo.

No era verdad, pero aquella decisión le salvó la vida al joven protagonista.

Tomando como referencia este hecho histórico, Carmen Posadas traza una historia, por supuesto inventada, sobre la vida de Sednev,  su relación con el zarévich y las grandes duquesas, hijas del zar Nicolás, atribuyéndole un amor platónico, e imposible, con una de ellas.

La Gran duquesa María

En realidad, a Leonid Sednev se le perdió la pista tras el fusilamiento del zar y su familia,  y nunca se supo más de él después de aquella fecha.

La novela lo sitúa en Uruguay, lugar donde realmente se exiliaron aristócratas y nobles rusos tras la revolución bolchevique. Así, Carmen Posadas, imagina a un ya anciano Sednev a punto de ser operado en un hospital uruguayo, escribiendo sus memorias antes de morir. 

Éstas que leemos ahora.

Sednev es testigo— escondido tras el entramado de chimeneas y conductos de ventilación—de la vida cotidiana de la familia imperial  previa a la revolución o golpe de estado,  la influencia de Rasputin en la zarina, lo injustos que fueron con ella, porque era alemana y no caía bien, ya que no frecuentaba las reuniones de la corte y se mantenía en palacio preocupada, cuidando a su hijo hemofílico; de la dignidad con el que el conjunto de la familia supo afrontar el cautiverio, toda ella en arresto domiciliario, una vez depuesto el monarca o emperador.

Mientras tanto, el pueblo ruso pasaba hambre, a consecuencia de la mala gestión de un inoperante e incompetente zar, que no supo entender a su pueblo y los llevó a una guerra cuyas consecuencias fueron más miseria y desolación.

Y somos testigos de la entrada de Lenin en Spb por la estación del norte, el famoso tren de Finlandia- mi maridito hizo unas fotos  preciosas hace unos años de la estación y del mismísimo trenecito- , auspiciado su regreso—se sabe—por la  beligerante Alemania—la misma Alemania de la zarina—, con el propósito partidista de que Lenin sacara a  Rusia de la guerra—por la paz—.

El zar Nicolas II en Moguilev,  Bielorrusia


 ¡Qué ironía, pues los rusos acusaban a la zarina de traidora, por el mero hecho de ser alemana!

Lenin era un ferviente marxista. Creía que el zarismo era una estructura podrida que había que extirpar de cuajo para establecer un gobierno del pueblo y para el pueblo. Pero sobre todo, su gran baza, la que lo llevó finalmente a ganarle la partida a KERENSKI y a convertirse en el mayor símbolo de la revolución, fue su apuesta por salirse cuanto antes de la primera guerra mundial. En otras palabras, su idea era pactar con los alemanes y llevar la paz a un pueblo harto de tanta carnicería. Como digo, Lenin estaba en el exilio cuando cayó el zar, pero regresó de inmediato a Petrogrado. ¿Y sabe cómo lo hizo, querida? Pues he aquí otro de esos curiosos sarcasmos que tanto le gustan a la Historia. Fueron los propios alemanes los que pusieron a su disposición un tren blindado para que regresar rápidamente a Rusia con la promesa de que firmaría la paz con ellos, como en efecto hizo. Imagínese, en los años previos a la revolución todo el mundo pensaba que la zarina y Rasputín eran agentes alemanes y el que resultó el mejor cómplice de ellos fue el padre del comunismo soviético. ¿No le encantan estas ironías que tiene la vida?

En su confinamiento, la familia imperial, prosiguió con su vida y rutina habitual, hasta donde sus carceleros se lo permitían. Continuaron con las clases de música y literatura,  de arte y religión, el propio zar se reconvirtió en profesor de historia y geografía. Y las clases de francés. Y los paseos, aunque fuese en el reducido espacio del patio y con vigilancia. Los reyes, en sus palacios, están como encarcelados sin saberlo. Estaban acostumbrados.


Se amoldaron al nuevo orden de cosas e incluso encontraron sus compensaciones. Las grandes duquesas reconvertían la situación con sentido del humor.


—¿Dónde está tu espíritu revolucionario, camarada Leonid?—recuerdo que bromeó Anastasia mientras Iuri y yo les servíamos el desayuno un par de días después de que abandonaran la enfermería—.Yo ya no soy alteza sino ex alteza. Como esto—añadió con una carcajada señalando los alimentos dudosamente frescos que había sobre la mesa—, esto es una ex salchicha; esto, una ex manzana, y esto, no hay más que verlo, , ¡un ex arenque!


Después de que pasaran el sarampión existía en la época la costumbre de raparse la cabeza para evitar la infección y fortalecer el cuerpo. De ahí estas premonitorias y tristes imágenes de los hijos del zar que, aprovechando la ocasión, quisieron realizar esta  performance.




Un libro ameno, correctamente escrito, donde se aprecia un gran trabajo de documentación. Consigue que sintamos  empatía por la familia imperial, sobre todo por sus hijas, las grandes duquesas, a pesar de los duros momentos y situación convulsa por la que atravesaba el país y la terrible penuria de sus habitantes.




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