Leonid
Sednev , era un joven de quince años, deshollinador imperial y pinche de cocina
de los Romanov, y fue también, la
única persona que CONVIVIÓ con la familia imperial rusa hasta pocas horas antes
de su muerte y que logró sobrevivir.
Leonid Sednev existió realmente. No es
producto de la ficción de
la autora.
Leonid Sednev
Los Romanov fueron fusilados en la ciudad de Ekaterimburgo, el día 17 de
julio de 1918. Asesinaron al zar Nicolás II, a su esposa, la zarina Alejandra, y
a sus hijos Olga, Tatiana, María, Anastasia y Alekséi. Junto a ellos, murieron
también quienes los acompañaban, gente de confianza, como su médico Eugene Botkin.
La mañana del asesinato, Yurovski (militar al mando encargado de
la custodia del zar Nicolás y su familia y posteriormente de su ejecución) despidió
al joven Leonid Sednev de su trabajo con la excusa de que su tío había venido a
buscarlo desde San Petersburgo.
No era verdad, pero aquella decisión le
salvó la vida al joven protagonista.
Tomando como referencia este hecho
histórico, Carmen Posadas traza una historia, por supuesto inventada, sobre la
vida de Sednev, su relación con el
zarévich y las grandes duquesas, hijas del zar Nicolás, atribuyéndole un amor
platónico, e imposible, con una de ellas.
La Gran duquesa María
En realidad, a Leonid Sednev se le perdió
la pista tras el fusilamiento del zar y su familia, y nunca se supo más de él después de aquella
fecha.
La novela lo sitúa en Uruguay, lugar
donde realmente se exiliaron aristócratas y nobles rusos tras la revolución
bolchevique. Así, Carmen Posadas, imagina a un ya anciano Sednev a punto de ser operado
en un hospital uruguayo, escribiendo sus memorias antes de morir.
Éstas que leemos ahora.
Sednev es testigo— escondido tras el
entramado de chimeneas y conductos de ventilación—de la vida cotidiana de la
familia imperial previa a la revolución
o golpe de estado, la influencia de
Rasputin en la zarina, lo injustos que fueron con ella, porque era alemana y no
caía bien, ya que no frecuentaba las reuniones de la corte y se mantenía en
palacio preocupada, cuidando a su hijo hemofílico; de la dignidad con el que el
conjunto de la familia supo afrontar el cautiverio, toda ella en arresto
domiciliario, una vez depuesto el monarca o emperador.
Mientras tanto, el pueblo ruso pasaba
hambre, a consecuencia de la mala gestión de un inoperante e incompetente zar,
que no supo entender a su pueblo y los llevó a una guerra cuyas consecuencias
fueron más miseria y desolación.
Y somos testigos de la entrada de Lenin
en Spb por la estación del norte, el
famoso tren de Finlandia- mi maridito hizo unas fotos preciosas hace unos años de la estación y del
mismísimo trenecito- , auspiciado su
regreso—se sabe—por la beligerante
Alemania—la misma Alemania de la zarina—, con el propósito partidista de que
Lenin sacara a Rusia de la guerra—por la
paz—.
El zar Nicolas II en Moguilev, Bielorrusia
¡Qué ironía, pues los rusos acusaban a la
zarina de traidora, por el mero hecho de ser alemana!
Lenin era un ferviente marxista. Creía que el zarismo
era una estructura podrida que había que extirpar de cuajo para establecer un
gobierno del pueblo y para el pueblo. Pero sobre todo, su gran baza, la que lo
llevó finalmente a ganarle la partida a KERENSKI
y a convertirse en el mayor símbolo de la revolución, fue su apuesta por
salirse cuanto antes de la primera guerra mundial. En otras palabras, su idea
era pactar con los alemanes y llevar
la paz a un pueblo harto de tanta carnicería. Como digo, Lenin estaba en el
exilio cuando cayó el zar, pero regresó de inmediato a Petrogrado. ¿Y sabe cómo
lo hizo, querida? Pues he aquí otro de esos curiosos sarcasmos que tanto le
gustan a la Historia. Fueron los propios alemanes los que pusieron a su
disposición un tren blindado para que regresar rápidamente a Rusia con la
promesa de que firmaría la paz con ellos, como en efecto hizo. Imagínese, en
los años previos a la revolución todo el mundo pensaba que la zarina y Rasputín
eran agentes alemanes y el que resultó el mejor cómplice de ellos fue el padre
del comunismo soviético. ¿No le encantan estas ironías que tiene la vida?
En su confinamiento, la familia imperial,
prosiguió con su vida y rutina habitual, hasta donde sus carceleros se lo
permitían. Continuaron con las clases de música y literatura, de arte y religión, el propio zar se reconvirtió
en profesor de historia y geografía. Y las clases de francés. Y los paseos,
aunque fuese en el reducido espacio del patio y con vigilancia. Los reyes, en
sus palacios, están como encarcelados sin saberlo. Estaban acostumbrados.
Se amoldaron al nuevo orden de cosas e
incluso encontraron sus compensaciones. Las grandes duquesas reconvertían la
situación con sentido del humor.
—¿Dónde está tu espíritu revolucionario, camarada Leonid?—recuerdo que bromeó Anastasia mientras Iuri y yo les servíamos el desayuno un par de días después de que abandonaran la enfermería—.Yo ya no soy alteza sino ex alteza. Como esto…—añadió con una carcajada señalando los alimentos dudosamente frescos que había sobre la mesa—, esto es una ex salchicha; esto, una ex manzana, y esto, no hay más que verlo, , ¡un ex arenque!
Después de que pasaran el sarampión existía
en la época la costumbre de raparse la cabeza para evitar la infección y
fortalecer el cuerpo. De ahí estas premonitorias y tristes imágenes de los hijos
del zar que, aprovechando la ocasión, quisieron realizar esta performance.
Un libro ameno, correctamente escrito, donde se aprecia un gran trabajo de
documentación. Consigue que sintamos empatía por la familia imperial, sobre todo por sus hijas, las grandes duquesas, a pesar de los duros momentos y situación convulsa por la que atravesaba el país y la terrible penuria de sus habitantes.
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