“Todos conocemos el final. Y el final no es feliz”, así empieza “Tierra de Campos” de David Trueba. La idea es que todos somos conscientes del final de la historia, nuestra historia, que es la vida; aunque desconocemos el argumento.
Mi maridito dice que no es cierto. Eso dice desde el sofá en el que se recuesta para leer filosofía. Según él, el FINAL de cada uno es de lo más distinto que pueda imaginarse, depende de la narración de nuestras vidas y cada uno tiene la suya. Conocerla en su totalidad es lo que se produce al final, por lo que el final, la narración final de cada uno, es diferente uno de otro. Además es aparente el final de la muerte, pues la muerte es algo que ocurre a la vida justo después de la identidad personal completada de cada cual, cuando termina la narración. Y, por tanto también el final es feliz y no infeliz, es feliz pues al final completamos la identidad personal.
Y yo le digo algo alterada mientras escribo ¿Pero es o no es cierto que al final está la muerte? ¿Cómo puede ser “eso” un final feliz? ¡Jesús! ¡Qué cosas dices! ¡En fin! Volvamos al relato.
Dani Mosca, es un músico de éxito, que emprende un viaje para enterrar a su padre en el pueblo donde nació. Durante el trayecto, el protagonista, siente el desarraigo de no pertenecer a un lugar concreto como lo es su padre. Su identidad, al contrario que su padre, le viene dada por sus convicciones culturales, por sus ideas, por el arte, y no por un lugar geográfico. ¡Así estamos más de uno!
Aquí interviene de nuevo mi maridito con lo que a continuación transcribo: “Esto le sucede al narrador y al autor por la pérdida de la idea de nación española durante la transición. Al no ser ni vasco ni catalán no ha conseguido contarse en su vida un nomos de la tierra, unas raíces en la tierra. Tener piernas y no raíces exige la desterritorialización de la vida”
En lo que nunca fracasábamos era en fracasar.
El viaje por Tierra de Campos o por Campos de Castilla, como diría el poeta, se convierte en un recorrido interior que representa los orígenes del protagonista, que reconstruye su vida, y reflexiona sobre la infancia vivida, la familia y sus inicios en la música. Trueba nos cuenta la historia sin estridencias, desde la perspectiva de lo cotidiano, como la forma de componer sus canciones que tiene mucho que ver con su relación con las mujeres o con su padre... y en cuyas anécdotas sonreímos los lectores de su generación.
Y me invadió la pereza, hablar mal de los políticos es parecido a comentar el frío cada vez que llega el invierno.
Es una novela con feedbak bien hilvanados y estructurados, con algún que otro cliché sobre la relación entre la música el sexo y la vida desenfrenada en estos ambientes. Por lo demás, muy bien.
A mi el desamor me valía, era tal mi pasión por Oliva que perderla era otra forma de quererla, de gozarla, una perversión mía, un placer oculto y malsano que me provocaba satisfacción incluso en la infelicidad más absoluta. Era otra liberación.
Cuando Gus me dijo es de esa clase de chicas que te pueden hacer sufrir mucho, lo tomé como un elogio, tantas veces nos decíamos él y yo que si una canción no podía terminar siendo un disparate vergonzante no merecía la pena comenzarla. Como todo en la vida, sólo lo que puede salir mal merece la pena intentarse.
Sus manos y las de mi padre, con aquella herida de guerra que nunca quiso aclararme si se debía a la gangrena causada por la astilla de un azadón mientras cavaba una trinchera en Tremp, versión ramplona, o la metralla de una descarga de antitanques, versión épica, me inspiraron la canción “Manos de viejo”.
Heredé su capacidad para ser amable con gente que no apreciaba. Nunca le niegues el saludo a nadie, me explicaba, no les concedas la ventaja de que sepan lo que piensas de ellos.
Cuanto peor te traten, tú sé más amable con ellos, [...] Mi padre era el mejor jefe de prensa de sí mismo. Mi trabajo es la política, decía, yo llamo de puerta en puerta, a mí no me regalan nada.
¿Me dejaría allí ducharme sin gritarme que cerrara el grifo de una maldita vez?
Es interesante aceptar sin traumas la idea de decepcionar a los demás, de no hacer lo que esperan de ti.
Pero él sabía que el oficio venía a salvarme de nuevo, que la desdicha es lo único que las personas llegamos a poseer de verdad.
Metí la ropa de mi padre en cajas de cartón y salvé alguna prenda, aquel abrigo, una visera. Deshacer la casa tuvo algo de deshacer la infancia.
Ya no guardaba en mí aquella hambre de los once años cuando quería saberlo todo. Puede que ahora ya entendiera mejor que no hay un orden, que no existe ese orden que creen los niños que lo explica todo, la disciplina moral, la consecuencia exacta de cada cosa, su significado. Hacerse adulto puede que signifique aceptar el caos o al menos aprender a convivir con él. Caos que a un niño le desasosiega y por eso inventa un mundo tan sólido como el que fabrica con su juego de bloques de construcción. Con palabras robustas como papá, mamá, familia, futuro.
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