Pablo D’Ors es de familia bien. Nieto de D. Eugenio D’Ors, humanista y filósofo, de madre
filóloga y padre médico. Se ordenó Pablo
(voy a tutearle) (espero que no le importe) sacerdote en 1991, siendo su gran
maestro el monje y teólogo Elmar Salmann,
al que cita en su obra “Biografía del silencio”. Desconocía el nihilismo
positivo de Nietzsche dice mi maridito.
Como este libro me gustó especialmente,
sentí curiosidad por leer algo más del autor y tirando de bibliografía di con
esta novela “Andanzas del impresor zollinger”.
Al final Pablo D’Ors se hizo especialista
en germanística tras estudiar en Praga y Viena. Y eso se nota en esta novelita,
que es un relato existencialista; una búsqueda del alma (creo yo) del propio autor por el propio autor.
Los nombres, las citas y los emplazamientos son de origen alemán. Así el
protagonista se llama zollinger y vive en el pueblecito de Romanshorn; más
tarde sus peripecias transcurrirán en la ferrovía austrocheca sustituyendo al
suicida Gerhart Weber, en el tercer batallón de caballería del ejército
austriaco, en los bosques de St. Heiden
y en Appen- Tobel.
Unos emplazamientos que nada tienen que
ver con Sierra Espuña o con el parque de Doña Ana.
Desde niño, zollinger quiere ser impresor;
al igual que Pablo quiere ser escritor. Sin embargo la vida, el azar, Dios… lo lleva por
otros derroteros. En su exilio, ocupa el puesto de jefe de estación, después es
funcionario de un ayuntamiento, zapatero
y también se convierte en el asceta de un bosque. Y se enamora de Magdalena…la joven que lo llama todas las mañanas
por teléfono indicándole que la vía del tren está libre.
En todos sus trabajos es capaz de
encontrar una capacidad de asombro y perfeccionamiento. O el amor. Hasta en la
labor más insulsa y mecánica como poner sellos a los documentos la convierte en
una aventura, en una melodía estimulante. Ser en lugar de Tener.
Dice Andrés Ibáñez en el prólogo:
Hay algo en el ser humano, parece decirnos el zollinger, que no cambia nunca, pase lo que pase y estemos donde estemos. Hay
una posibilidad de vivir y de experimentar la plenitud de la existencia en
cualquier lugar, en cualquier momento, con trabajo o sin trabajo, con amigos o
sin amigos, con casa o sin casa, con proyecto o sin proyecto, con
reconocimiento o sin él, algo que tiene que ver con la aceptación, con la
nobleza, con la ilusión, con la gratitud, con la capacidad de asombrarse, con
la atención cuidadosa a lo que se tiene entre manos y con el descubrimiento
tranquilo de la sorprendente belleza que tienen todas las cosas en todas
partes.
Siempre es así: los mejores hallazgos van precedidos de los más grandes fracasos y de los más hondos sentimientos de pérdida.
Maravillado de todos aquellos regalos con los que la vida le obsequiaba—porque era la vida—, August se admiró de que la fruta del mercado fuera de tantos colores y de que una bicicleta rodase (¿no era realmente prodigioso?); y de que una persiana se subiera y una ventana se abriese sin que nadie se asomara. Todos aquellos milagros siempre habían estado ahí, ante sus ojos: un viejecito que hablaba solo y hasta reía; y el chico de los recados, arrastrando la carretilla; y un joven que encendía un cigarrillo mientras un anciano arrojaba lejos el que colgaba de sus labios.
Y aquí os dejo
estas reflexiones de mi maridito:
- El asombro cristiano ante una existencia ¿donada por el Todopoderoso? ¿O por una Naturaleza inocente?
- ¿Santo Tomás de Aquí-no? ¿Spinoza? ¿Nietzsche teólogo?
Ahora, mientras escribo este post, escucho al Mirlo cantando en el patio...
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