A las dos de la madrugada, en la penumbra de la habitación
trescientos siete del hospital mi padre recita la única poesía que conoce. Es
un poema rural y de postguerra, que habla de ganado, de lobos, y de hambre. Se
la sabe al dedillo.
Mi padre no me reconoce, ni a mi madre, ni a mis hermanos;
no sabe quiénes somos, ni dónde se encuentra; sin embargo, recuerda
perfectamente esta poesía que hace más de setenta años aprendió en una escuela
rural, Y ahí está, escuálido, recitándola en la cama de un hospital. Ni siquiera una insuficiencia
renal ni un virus estomacal han podido borrarla de su memoria.
Cuando
termina se incorpora de la cama:
—
Caballero—me
dice sin reconocerme— ¿Me puede dar usted agua?
—
Sí,
claro que sí.
—
Muchas
gracias caballero.
Le cojo la mano y se la aprieto para darle fuerzas. ¿Quién
es este hombre que me coge de la mano? Él también me aprieta. Luego me dice que
le suelte, pero no lo hago. Corre el riesgo de arrancarse los sueros, sobre
todo una vía central que le han colocado para que remita la infección.
En la cama de al lado el enfermo recibe la visita de unos
familiares. Son de etnia gitana. La habitación se llena de gente. Mi padre los
mira a través de la cortina de separación.
—Cierra las puertas, hay bandidos.
—Vale, ya las cerré. ¿Quiere que las compruebe?
—No, es peligroso. Tienen pistolas. Uno de ellos me ha
disparado en la oreja.
— Era la enfermera para tomarte la temperatura…
Me mira como si estuviera loca. Yo lo acomodo en la cama y
le recojo los cables de los sueros. Ahora me tutea.
— Ten cuidado no te dé la corriente.
— No te preocupes, papi…
Nunca he sido muy familiar. Mi padre era un hombre duro, a
veces intransigente, casi dictatorial. Le pido que coma pero se niega con la
terquedad que le caracteriza desde siempre y que el tiempo ha suavizado muy poco.
Es hora de hacerle chantaje.
— ¿Has cenado?—me pregunta
— No—le contesto
— ¿Por qué?
— Si tú no comes, yo tampoco.
— Pues no comas
— Pues eso hago.
Pasados veinte minutos mi padre me indica con un dedo que me
acerque a él y susurrándome al oído me dice, en estricto secreto, para que no
lo oigan al otro lado de la cama:
— No soy hombre de ceder—me advierte recriminándome con el
dedo— pero voy a comer para que tú lo hagas también.
Y mano a mano, frente a frente, nos comemos cada uno un
yogurt.
— ¿Dónde duermes?— me pregunta.
— Aquí—le digo dando una palmada al sillón.
— ¿No tienes cama?
— No
— ¿Me voy a un lado y te dejo un sitio en la mía?
— No
Saco del monedero una fotografía, que llevo ocasionalmente desde
que jugamos a un concurso en el instituto. Se trataba de reconocernos cuando
éramos niños o bebés. Me la llevé para escanearla y se quedó en el monedero.
En la foto mis padres son jóvenes (más que yo ahora) y
llevan a dos niños pequeños cogidos de la mano. Sus hijos. Yo soy la más
pequeña, la caperucita. Caminan por la rambla y van vestidos de domingo. Mi
madre lleva una chaqueta que mi padre acaba de regalarle. La mirada al
infinito, ingenua, confiada… que, tras el paso de los años, desaparece, dejando
tan sólo el reflejo, la esencia de lo que éramos en un viejo retrato. ¿Qué pasó?
Yo, al igual que mi padre, no me reconozco en esta fotografía, tampoco a mi
madre, ni a mi padre, ni a mi hermano. Éramos otras personas. Otros tiempos.
Yo qué sé, Nico. Lo que cuentas te pone los ojos tontos pero acto seguido te tienes que reír con las salidas de tu padre (porque gracia tiene), y con las tuyas. Tal para cual.
ResponderEliminarAsí que el hombre sería intransigente y vivió lo que vivió y todo eso pero, para “no ser hombre de ceder” y a pesar de no reconocer, se come mano a mano contigo, “una desconocida”, un yogurt , no quiere que duermas en el sillón, y hasta, como quiera que sea, estáis de la mano, como en la foto. ¿O no?
Por cierto, estás total con el modelito, la pose...y se te reconoce.
Besos.
Se vestía mejor hace cuarenta años....
ResponderEliminarLa vida era más sencilla.
El paraíso está en el pasado o en el futuro,
o, mejor,
en el recuerdo que los hijos mantienen de sus padres
cuando eran niños
o niñas.
BS
A.