Soy profesora. A lo
largo de mi carrera he impartido diferentes niveles de enseñanza, desde
formación profesional, ciclos de grado medio y de grado superior, hasta
optativas de bachillerato que tienen que ver con el Derecho y la Economía.
Me siento bastante incómoda cuando un profesor se alaba a sí
mismo. Que si un alumno le ha dicho esto
o aquello, o lo bueno y enrollado
que es. La mayoría de las veces, flores que se echan sin ningún merecimiento.
Claro que hay halagos que son justos, e incluso se quedan cortos. Pero suele
ocurrir casi siempre que los más meritorios son los más prudentes.
Durante muchos años impartí clases en un Programa de
Cualificación Profesional Inicial. (PCPI).
Esto es, unas enseñanzas de FP (formación
profesional) que recogen a aquellos alumnos que por diversas circunstancias
están ya fuera del sistema educativo normal. Suelen ser adolescentes con graves
problemas de exclusión social, por razones familiares, étnicas, drogadicción,
faltas muy graves de indisciplina etc. Estos
alumnos son apartados del sistema educativo tradicional y se les envía allí, al
PCPI. Por supuesto no tienen ningún título, ni perspectivas de obtenerlo pues
apenas saben leer o escribir o hacer cálculos.
No afirmo tampoco que los titulados sepan hacer bien esas cosas.
Ni que decir tiene que las CLASES
resultan MUY DURAS, y uno hace lo
que puede o lo que sabe, o le que le dejan, con la mejor voluntad.
En honor a la verdad, cogí este programa por cuestiones
burocráticas; en parte porque me convenía y, confieso, que no fue por vocación.
No soy una excelente profesora aunque tampoco soy mala. Así que, por diversas
razones, estuve varios años ejerciendo en ese programa.
De mis alumnos de aquella época no recuerdo sus nombres, pero sí
a muchos de ellos y sus circunstancias. Entre los pocos que recuerdo su nombre había
una alumna que se llamaba MIRIAM.
Tendría unos quince o dieciséis años cuando llegó a mi aula,
venía “derivada” de la ESO y no le
interesaba ningún estudio. Y ya es difícil que se expulse a alguien de la ESO. Por
aquel tiempo empezaba a salir con chicos y a descubrir el sexo y las drogas. Desde
luego, no estudiaba. El tiempo lo dedicaba a escuchar música a pintarse las
uñas, a perseguir al noviete que tenía
en el patio del Instituto… Poco más.
Pero a Miriam le brillaban especialmente los ojos. ¡Sus ojos
grandes y despiertos tan parecidos a Drew
Barrymore! A lo largo de todos estos años me acordé mucho de ella, la
recordaba con su melena larga, su cuerpito pequeño, siempre descarada y alegre
y unos vaqueros culibajos y desbocados que dejaban entrever su escasa ropa
interior. Y me preguntaba qué habría sido de ella y dónde habría terminado en
esta sociedad. Pues, con razón, TEMÍA QUE ACABARA MAL
Ella, sin saberlo, ha sido y es la protagonista de muchas de mis anécdotas preferidas y un referente en mi casa y en mis alumnos
posteriores. Nunca olvidaré la definición que me hizo del Quijote.
—
Es un hombre muy seco, muy seco, montando
en un caballo y con un pincho en la mano.
Me dice mi maridito que esta definición de la gran novela
moderna de Cervantes, sólo puede competir con otra frase de la voluntad como
esencia metafísica del mundo, que había oído gritar a una alumna suya
cartagenera: “Al césped”
Otro día, durante un cambio de clase, Miriam se plantó delante de mi mesa con un alumno al que puso firme y le ordenó que
moviera las orejas,” Venga, mueve las orejas para que te vea la
maestra”. Y entonces el chico obedeció y comenzó a subir y a bajar las
orejas con aspecto de profesional, muy serio, las retorcía cada vez más y en
sentido inverso, lo cual, supongo yo, complicaba más el ejercicio gimnástico.
Terminó aleteando con ellas, como si fuese a despegar. No he vuelto a presenciar semejante
espectáculo en mi vida. Ni siquiera en Got Talent. En verdad, que el chico
tenía una habilidad especial.
Y Miriam una chica lista (de calle, de mundo) con sentido del
humor.
Una vez le dije que se parecía a una actriz... Las estrellas
atraen a muchos hombres por la gravedad de su belleza y los precipitan hacia ellas como las sirenas
de Odiseo.
—Te pareces a una actriz, Miriam
—¿Ah si?, maestra, dime…, dime quién es
—Drew Barrymore…
— No la conozco.
—Que sí mujer. ¿Nunca has visto ET?
Le gustaba que se lo repitiera y me hacía enseñarle fotos suyas
porque no sabía quién era. Nunca se acordaba del nombre, y me lo preguntaba a menudo. Para ella, como
para mi, era difícil de pronunciar.
En el instituto había un pequeño delincuente recién salido del
reformatorio. Era un chico rudo, y peligroso hasta el punto que la directiva se
veía obligada a llamar a la guardia civil cada dos por tres. Circunstancias
familiares conformaban su personalidad. Sin
padre conocido y una madre prostituta que no podía o no quería ocuparse de él y
unos abuelos casi analfabetos. El chico
vagabundeaba por el mundo sin ningún referente moral. Era imposible que entrara en su aula si no
era ejerciendo la violencia física, así que vagaba libre por los pasillos del Instituto
durante las horas de clase, sin que nadie pudiera aparentemente hacer nada (¿o
sí?).
En uno de esos paseos entró en mi clase para robar mi bolso que
estaba sobre la mesa. Yo, en ese momento, había salido a por material. Cuando
volví me encontré a Miriam enfurecida, gritándole.
Mi alumna le quitó el bolso y muy valientemente le dio un
empujón que lo sacó de inmediato del aula. Existía un código ético por el que sólo los del pueblo
podían hacerle frente y salir ilesos. Estaba claro que el Instituto no era un
sitio apropiado para aquél pequeño delincuente, ni siquiera mi PCPI y que
necesitaba atención personalizada con un equipo amplio de pedagogos,
psicólogos, educadores, etc. etc. etc. que le faltaba una familia, o alguien, o
algo que lo sustituyera. Pero en la práctica sólo nosotros, los profesores,
éramos los que le educábamos.
Sentí lástima por aquel chico, que inevitablemente me recordó a
Gavroche, el niño de los Miserables de Víctor Hugo.
En ese ambiente se movía Miriam.
El pasado viernes de Dolores mi maridito me llevó al FNAC. Me dirigí a la sección de libros para
hacer tiempo mientras preguntaba por un libro que había encargado hace ya un
par de meses y que todavía no había podido recoger. La cosa iba a tardar. Así
que me dirigí hacia las novedades. Había allí una chica hojeando un libro. Observé que
nada más llegar se quedó mirándome, pero yo no le di importancia. Al rato, oigo
que me dice algo por la espalda y me vuelvo.
—
Perdone,
¿Ha sido usted profesora mía?—me dice sonriendo.
“Puede ser”, le dije. Entonces, la miré para intentar recordar.
Era bajita, delgada, iba elegantemente vestida y maquillada. Sonreía muy dulce. ¡Era Miriam!
Habían pasado unos catorce años y no la había visto desde
entonces. La mujer que tenía delante de mí, nada tenía que ver con la niña que
yo conocí, sin embargo, la reconocí enseguida. Me eché hacia atrás para verla con más
perspectiva: estaba maravillosa.
Y aunque su aspecto, en general, había cambiado para mejor, su
pelo largo se había convertido en una
melena corta y sofisticada, y sus ademanes, pausados y elegantes, la hacían más femenina; aún así, al fijarme
reconocí su boca, su nariz y sus inconfundibles ojos, que eran los de siempre,
los de Drew Barrymor. El cuerpo es el hilo
por el cual llegas al alma de las personas.
Me dijo que era enfermera, que le iba muy bien. ¡Cuánto me
alegro! ¡Enfermera! A mí, todo aquello,
me parecía un milagro. La hice reír cuando le conté algunas anécdotas suyas, y
por momentos se sonrojaba y se le humedecían los ojos.
Me confesó, Miriam, que ahora le gustaba el cine clásico y sobre
todo las películas de Chaplin, porque yo les obligaba a verlo. Sí, porque les
obligué a verlo. La verdad es que Chaplin es infalible y gusta a todos. ¡Si no,
prueben! Conmigo vieron Tiempos modernos, Chaplin Boxeador, Luces de la ciudad,
la quimera del oro, Charlot vagabundo…etc.
Le pregunté por sus otros compañeros. La mayoría de ellos
terminaron mal, enganchados a la cocaína. Era de esperar. Me quedé pensando qué hacía diferente a Miriam
de los demás. Por qué ella sí y otros no. Miriam tenía cierta inteligencia, un
gran sentido del humor y sobre todo sentía un gran cariño por su madre. Creo que esto
último fue lo que la salvó. Yo conocí a su madre, era una mujer sorprendentemente juiciosa, muy lógica, y
como su hija, de armas tomar.
Me despedí de ella emocionada. Y otra vez me lo preguntó.
—
¿Cómo
se llamaba la actriz esa a la que me parezco?
—
Drew
Barrymore…
Ay, ay, ay! Pero qué historia tan requetebonita, por favor.
ResponderEliminarAl leer el post, he recordado cuando me la contaste. Me llamó la atención el momento de las orejas que le hizo pasar al chico (me reí entonces de la situación en la que te viste y me vuelvo a reír) y también de que te defendió. ¡Qué cosas! Bueno, pues ahora ya le ponemos cara.
Pues, bendita la hora en la que se os ocurrió ir a la FNAC y que bien que se te queda algo por dentro al leer esto. Para mí que esta vez ya no se le va a olvidar el nombre de la actriz.
¡Al cesped!
Besos.
Toma ya! que historión. Leyendo el comentario de arriba, comparto la opinión de lo requetebonita que es la historia, que emotiva..PRECIOSA!. Soy capaz de imaginarte de profe.Me ha venido a la memoria una historia parecida mia con una profesora.Te la voy a contar porque me ha dado por ahí: Recuerdo que llegué nueva al colegio,(Segundo de Bachiller), era mi tercer o cuarto día de clase. Un "compañero" en una salida del aula de la profesora cogió su botella de agua y escupió dentro varias veces, varios lapos. Cuando ella llegó todos reían. La profesora pidió silencio y empezó a impartir el tema. Mi corazón iba a mil cada vez que se acercaba la botella a los labios. Se oian murmuros, risas.. Al cuarto o quinto amago de beber, grité: NO BEBAAAAAAAAAAAAA!!!! Y se hizo un gran silencio. Me preguntó, que que acababa de decir, y se lo repetí esta vez en un susurro. Mis compañeros me miraban con ojos como platos, ella extrañada:
ResponderEliminar-Repite lo que me acabas de decir.
Se lo repetí dos veces más, la sengunda y la tercera un poco más alto. Me preguntó que porque no debia de beber.. Y el resto de la historia te la contaré cuando vengas a vernos a Vera. Aunque si quiero añadir que cuando pasaron 5 o 6 años me la encontré como tu te encontraste a tu alumna, y la alegría que me dió de verla fue brutal. Estos encuentros son pura magia.
Codazos anti-Covid.
Me encanta esta historia. Y estoy deseando saber el final. je je.
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