LA CONJURA

martes, 24 de noviembre de 2020

Como maté a mi padre

 




Sara Jaramillo es colombiana, de Medellín. Ésta es su primera novela. En ella relata el proceso de duelo que sufrió cuando unos sicarios asesinaron a su padre siendo ella una niña.

A partir de este hecho trágico, la familia de Sara se desestructura, cada uno acepta la muerte del padre a su manera según su personalidad y su carácter y aunque el duelo es individual y cada uno lo asume como puede, todos ellos tienen que aprender a vivir con el fantasma del padre asesinado por aquellos sicarios que un día lo tirotearon en su coche y que casi siempre quedan impunes.

Algunos lo lograrán, como la autora, que tras muchos años consigue “matar” la ausencia del padre y transformar el vacío que dejó en su memoria en un relato que es su primer libro. Otros no.

La novela es un proceso de aprendizaje, un intento de olvido y superación. De evolución. Una bildungsroman.  Es intimista, un poco mágica, recuerda la mansión con la vegetación desbordada, invadiendo las habitaciones, los árboles exóticos, o la piel de conejo que su padre metía en una madriguera para que ella tocara la suave piel y creyera que tocaba un conejo de verdad y que años después descubrió entre las cosas personales de su padre. Una serie de relatos, que ganan al final. 

Un final reconciliador. Con otro suceso que ella desconocía y que dejo a la lectura personal de cada uno.


Cuando pienso en ese árbol de frutas con formas extrañas, me pregunto si sus cenizas sabrán que ya son libres, me pregunto si desplomarse fue su forma de encontrar la libertad. Y aunque no tenga respuestas y sienta a ratos un sabor amargo en la boca, siempre quedarán las manos callosas de mi madre para seguir haciendo jaleas y bocadillos, como cuando éramos niños y crecíamos felices a la sombra de ese árbol gigante de guayabas, que una vez vivió en el patio de la casa y se desplomó antes de tiempo para enseñarnos que ni las raíces más profundas ni la madera más gruesa permanece firme para siempre.


Me di cuenta de que esa espiral de deseos que nos hace humanos es la que nos hace tan desdichados. No disfrutamos el presente por andar pensando que lo mejor está en otra parte, siempre en otra parte. Nunca con uno, siempre en otra parte.

A veces solo nos mirábamos sin decirnos nada, nos mirábamos con insistencia porque sabíamos que un año pasa pronto y que esas miradas tendrían que alcanzar para recordarnos por el resto de nuestras vidas.