LA CONJURA

sábado, 21 de abril de 2018

CUENTO





DE GATO A TORTUGA

Águeda era rubia, de estatura media y cuerpo atlético. A veces miro su Facebook, pero sólo encuentro la fotografía de una tortuga en su perfil. Supongo que será la misma que comía las hojas del laurel Chomsky que le regalé para su jardín, por aquello de que viven tantos años. No se ven eventos. No hay cenas, ni familia, ni amigos, sólo partidos de bádminton que es el deporte que practica.

Hace diez años que no sé nada de ella. Cosas del azar o del destino, según se mire.

Es curioso, pero últimamente me pregunto con frecuencia si el azar existe o si, por el contrario, la existencia es predecible y no responde a acontecimientos cuyas causas desconocemos. Para mí es cómo aquel mensaje de Facebook que envié a mi querida amiga Águeda y que quedó suspendido en el nirvana tecnológico, alojado en un rincón de la memoria, olvidado durante años, sin responder. Fue un hecho decisivo en mi accidental historia con ella. De gato a tortuga.

Pero empecemos desde el principio.

Andaba yo sumida el otro día en mis pensamientos del orden de avituallamiento del frigorífico y sus diversas variantes, como necesidades de leche desnatada o semidesnatada, fruta, verdura; otras veces pienso en mi trabajo o en mi familia; aunque, a veces, me permito pensamientos de carácter más elevado, como la literatura y la música, y otras muchas, pienso en Águeda, qué estará haciendo en este momento, cómo le irá y si la volveré a ver. ¿Se acordará ella de mí como yo lo hago de ella? En fin esas cosas. Es un pensamiento recurrente porque la echo de menos, así que decidí sentarme en una terraza y  tomar un café con un periódico y descansar del mundo y de  mí misma.


Al releer el párrafo anterior, cosa que hago muy a menudo cuando escribo, me he acordado que a veces también pienso en el problema de Orwell, en la separación real de poderes, o en la diferencia entre epistemología y ontología, esto último siempre sin éxito. Me hago el propósito de preguntarle la diferencia a Mariplatónica, otra amiga, que se explica muy bien a pesar de ser filósofa. Aquí lo dejo escrito y prosigo con mi narración.

Tenía dos opciones para tomar café en la ciudad de Cartagena, ir a Mr. Witt, o a la Satisfecha. Las dos cafeterías cumplen mis expectativas por razones diferentes. El azar quiso que en ese momento estuviera más cerca de la primera que de la segunda, por lo que allí me dirigí. Mr. Witt, es una cafetería legendaria en CT, cuenta con un ambiente culto, agradable, buen café y mejores cervezas, y lo que la hace muy importante es que en ella se celebra gran parte de eventos culturales de la ciudad: presentaciones de libros, conciertos de cantautores de moda, algún que otro evento del folclore popular.  Sin embargo no hay menú ni tapas, ni falta que le hace, no es su nicho de mercado como suele decirse en mercadotecnia, algo pasado de  moda, según mi maridito, defensor del mercado.

Me senté en un rincón que simula ser una biblioteca y le pedí a la camarera un café con leche y una magdalena y el periódico. Me sorprendió la rapidez con que la camarera trajo el café; sin embargo, no era del todo de mi agrado, no era lo que se dice una camarera dispuesta, no se desvivía por servirme, y tuve que recordarle, a mi pesar porque estas cosas me hacen sentir muy incómoda, que faltaba el azúcar. Hay que especificar las cosas bien a los camareros, el personal está en su mundo. Al cabo, vino el azúcar en forma de sobrecitos blancos y alargados. Cuando lo abrí me di cuenta de que eran de esos que llevan un mensaje vital por el reverso y en éste se podía leer lo siguiente: El hombre tiene mil planes para sí mismo.” El azar, sólo uno para cada hombre. Mencio”

Como nunca me fio de las afirmaciones del sector azucarero, habida cuenta de los antecedentes sospechosos de esta industria, y menos de sus asesores filosóficos, si es que los tiene, consulté en el Google si efectivamente la frase anterior es de Mencio. Y así es. Lo apunto en la carpeta literaria del bloc de notas del iphone, contenta, por aprender algo tan de mañana. Mi maridito ya me dijo que era una frase “demencial” “cosas suyas “, me dije, como siempre.

Se me viene a la memoria que Águeda nunca tomaba azúcar sino sacarina.  Te lo servía en una bandeja, porque ella era/es mucho de llevarte el cafetito al sofá con sacarina y azúcar, a elegir, y las servilletitas de papel amontonadas y esquinadas. Y luego te preguntaba si estabas cómoda, te animaba a que alzaras los pies al sofá o a la mesita  y te tumbaras y echaras un sueñecito con toda la confianza. Era difícil estar incómoda en su presencia.

Me tomé el café mientras leía el periódico. Como viene siendo habitual, abrí primero las páginas culturales, dejando la política para lo último. Esto sucede después de la última decepción gubernamental, cosa que ocurre cada cuatro años. Estoy convencida que será el arte y la literatura lo que nos salvará y no la política.  Así que me dispuse a leer un listado de recomendaciones de libros para el próximo año. Entre libros de literatura, biografías y algún que otro ensayo, descubrí un libro cuyo título me llamó la atención: “Las escritoras fragmentarias”.

Venía firmado por las iniciales: A. G. F-H. Tenía que ser Águeda. ¿Quién si no con ese título y esas iniciales? Yo no creo en las casualidades. Tampoco es que crea demasiado en la predestinación. Porque creer en la predestinación significa estar sujeto a unas leyes universales, por otro lado y por qué no decirlo, también injustas; que violan nuestro libre albedrío. Así que no sabía cómo denominar aquello. Había un componente que me costaba definir.

¡Pero la gran revelación era Águeda como escritora! Cuando trabajábamos en Almería, nos hacíamos llamar el comando de las escritoras fragmentarias. Ella veloz como un felino, yo lenta como una tortuga, pero ambas aficionadas y fragmentarias. De gato a tortuga. Desde entonces fuimos irremediablemente amigas. Yo escribía sin interés alguno, cuentos, poesía; sin embargo, ella, en estos últimos años, se había lanzado al difícil mundo del  mercado literario, lo cual, me producía una mezcla de alegría y extrañeza. Mi amiga era escritora. De éxito. Pero ¿quién sería su público?- “No importa”, respondió mi marido cuando se lo conté.

Le pedí la cuenta a la camarera y me fui.   Al salir me fijé en el tablón de anuncios que hay justo en la entrada del café, entonces lo vi, anunciaban la presentación del libro de Águeda, en Mr. Witt, esa misma noche. A las 21:00 horas.

Me pasé el resto del día nerviosa, excitada, tan pronto estaba feliz y segura de que todo iba a ir bien que  luego las dudas me ensombrecían la voluntad. A lo mejor yo creía que era mi amiga pero ella no, y se limitaba a saludarme como una antigua conocida, sin más. La amistad, como el amor, requiere dedicación y exclusividad ¿Y si yo le era indiferente? Eso me dolería. No era de extrañar, habían pasado muchos años y la gente cambia.  Sin embargo tenía que ir. Establecí mi plan: a las seis de la tarde asistiría a clase de flamenco, en el Pikú, y a las nueve saldría para Mr. Witt. La distancia entre los dos bares es muy corta, apenas cinco o diez minutos andando por la calle del Carmen.

Águeda no sabe que ahora canto flamenco. Desconoce esta afición mía. Se lo diré, se lo diré en cuanto la vea, si es que me habla. Si es que hablamos…

Esa noche en la clase de flamenco,  el maestro Rampa me hizo cantar una seguiriya, cuya letra decía: “Ay, loquita me llaman porque voy riendo, soy de las pocas que a este mundo embustero yo voy comprendiendo”  Mientras la cantaba pensé que le gustaría esa letra tan rotunda y sencilla a la vez. Una gran fragmentaria sabe apreciar los momentos intensos y cortos. En cierta ocasión estando en su casa me invitó a ver el infinito. Otro momento intenso. Me llevó al cuarto de baño, el que estaba en la planta baja junto a la cocina, para mostrarme el juego de espejos. Uno tras otro se mostraba el reflejo de ambas sin fin. Lo cuento aquí porque fue una anécdota que desvela mucho su carácter.

Me acuerdo también de la hermana de Águeda, de su asombro cuando descubrió que el pan se podía congelar, de su tía, la italiana, a su madre cuidándola cuando tuvo pulmonía, una tarde en su coche haciéndome confidencias, una botella de butano, rapidez, sus cajitas en el lavabo repletas de maquillaje, peines y cremas...

Yo canto fatal. No sé ni cómo me atrevo a venir a cante flamenco, todavía no me lo explico.  A decir verdad, no canto seguiriyas como dije antes sino fandangos, de los más sencillos. Aún así, al guitarrista le cuesta seguirme, salgo de compás, no afino, en fin un desastre, para qué contar,  pero hay que reconocer que tengo alma flamenca, aunque eso no baste y soy un tanto graciosa. Rampa me ayuda y canta conmigo. Anoche, sorprendentemente, canté mejor que nunca. Yo siempre digo que los fandangos son menos hondos pero dicen más. Son más rápidos y más fragmentarios.

A las nueve en punto estaba ya en Mr Witt. El local estaba repleto de gente. Pude ver al fondo una mesa con micrófonos que habían dispuesto sobre la tarima, en la que estaban sentados Águeda y su editor Ramón. Yo no pude sentarme así que me coloqué de pie detrás de una columna. Empezó el acto con la introducción del editor. Habló fundamentalmente  de la calidad de su obra y de los proyectos de futuro. Era un tipo agradable, hablaba despacio pero sin pausa, con un discurso elegante y hondo. Como una soleá por bulerías. Acto seguido  le llegó el turno a la escritora, o sea, a mi amiga. Entró rápida, como es ella; los años le habían dado todavía más rapidez, más seguridad. Estuvo más que correcta, fue original, culta y nada pretenciosa. La gente estaba entusiasmada, y yo también, lo confieso.  Luego llegó el turno de las preguntas. Le preguntaron por el título. Y lo explico, lo explicó muy bien, salvo que en esa explicación no estaba yo. Me fui antes de que acabara el evento. Compré su libro en un puestecito que pusieron al efecto en el propio café y no esperé al final de la presentación  ni quise que me lo firmara.

Ya en casa, lo hojee. Constaba de unos veinte cuentos. Me llamó la atención algunos títulos: “El infinito y el baño” “La tortuga, Zenón y Gladiator”, y sobre todo el último: “Faralay a la Nivolosa” y su dedicatoria que decía, “con un beso”. Inmediatamente lo leí. Era yo en mis clases de flamenco. ¿Cómo es posible que lo supiera? Salíamos retratados todos, el maestro, los guitarristas,  los alumnos, la camarera del bar, yo con mis indecisiones...

No podía creerlo. De pronto, me parecía que el destino era un dron que me sobrevolaba. Que hay que creer en el destino. ¿Acaso no constituye un acto de soberbia por nuestra parte negar el destino, convertirnos, pues, en acérrimos partidarios del azar?  Que el azar, el destino y el carácter son precisamente las claves que determinan mi historia con Águeda. Pues así lo afirmaba Dilthey “la vida es una extraña mezcla de azar, destino y carácter”.

Inmediatamente inicié el Facebook. Abrí la imagen de mi gato y le escribí un mensaje a su tortuga.