LA CONJURA

domingo, 21 de julio de 2019

EL ASESINO DE LA PEDRERA

DE: ARO SÁINZ DE LA MAZA





Esta novela negra ambientada en la Barcelona de Gaudí ha sido publicada con otro título y con  bastante éxito en Francia. Sin embargo a mí me ha decepcionado un poco. Aunque la estructura está bien concebida y cuenta una historia potente, hay muchos detalles que me chirrían.  No sé… A lo mejor me estoy volviendo demasiado tiquismiquis.

Tiene los clichés propios del género novelístico de detectives: un policía atormentado, muy atormentado, pero listo e intuitivo que además tiene que hacer frente a la oposición de sus compañeros; un asesino psicópata, inteligente y cruel que utiliza signos masónicos y sentencias jeroglíficas que hay que averiguar, escándalos financieros, corrupción, pederastia, crítica social… Y mucho relleno; al final, claro, un libro de  más de 500 páginas.

Podría ser una buena novela a no ser por las frases que se repiten, archiconocidas; por ejemplo la de “Un escalofrío le recorrió la espalda”, o la de páginas instruyéndonos con los símbolos de la masonería, y situaciones inconcebibles por lo absurdas y poco verosímiles que resultan, como las de una jovencita de quince años de Barcelona que no sabe reconocer el parque Güell.




Por el contrario el libro mantiene unos diálogos rápidos, audaces, siendo interesante el recorrido por las calles, edificios, bares, parques de Barcelona, tanto o más que las guías turísticas. Es una novela negra turística.  En Barcelona todo ha devenido a ser turístico, también su novela.

Aparcó en el paso de peatones, justo en la esquina de paseo de Gracia con Provenza, y bajó del coche. A aquellas horas la gente todavía inundaba de forma masiva las aceras. Echó un vistazo y. por las vestimentas, distinguió que la mayoría eran turistas. Bermudas, calcetines y sandalias, y faldas cortas y chanclas. Todos con cámara en ristre, curioseaban las lujosas tiendas, señalaban los escaparates y sorteaban los distintos mendigos que salían a su encuentro con la mano extendida. Por el contra, resultaba fácil identificar a los residentes de la ciudad; pocos para su sorpresa. Sin hacer caso de las tiendas, mantenían la mirada fija al frente o bien caminaban con los ojos clavados en el suelo, como avergonzados por su palidez extrema, casi enfermiza, en contraste con la piel roja, requemada por el sol, de los foráneos.
Cruzó el lateral de la calzada y se situó ante la Casa Milà.





domingo, 7 de julio de 2019

MI VIDA

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En esta autobiografía  de más de 500 páginas de MARCEL REICH-RANICKI, un gran crítico literario de la prensa y televisión alemana, famoso por su apasionamiento y particular expresividad en sus análisis a los que imprimió especial claridad y sentido práctico, declara que la literatura es un sentimiento vital, porque no hay crítica sin amor a la literatura.
Dice AMB que la crítica literaria se hace para entenderla y exige la razón humana y no tanto el gusto personal.


Nunca le gustó, por cierto, a Reich la siguiente cita de Goethe:


“Cuanto  más inconmensurable e inabarcable sea para la razón una producción poética, tanto mejor”.


Pero—continúa Reich— ¿Lo pensó así Goethe, verdadera y literalmente? ¿O sólo quería insinuar que lo inconmensurable o inabarcable para la razón puede muy bien resultar útil para el autor y su creación?

El análisis de la literatura quedó a menudo en manos de científicos y literatos, contra lo cual no hay, por supuesto, nada que decir. Pero los científicos escribían para científicos, y los literatos para otros literatos, mientras el público se iba de vacío. En cuanto a mí, […] había escrito sobre todo para lectores y no para el estamento literario.


Así, en sus memorias habla principalmente de literatura mucho más que de su vida íntima, salvo períodos específicos como en el gueto de Varsovia cuando, su lucha por sobrevivir, le llevó a esconderse, junto con su mujer,  en el sótano de una casa en la Polonia invadida por los nazis. MARCEL era judío.


Habíamos prometido a Bolek y Genia que, si sobrevivíamos en su casa, les mostraríamos nuestro agradecimiento. […] y sólo puedo expresarlo con palabras grandilocuentes y desgastadas hace ya tiempo: compasión, bondad, humanidad.

Aún después de que finalizara la II Guerra Mundial, en Alemania se seguían produciendo actividades relacionadas con los nazis. Marcel Reich se encontró, por ejemplo, a un dirigente nazi, ya excarcelado,  invitado a la presentación de un libro sobre Hitler. “A él le hubiera gustado”, decía el nazi ante la complacencia de los demás. El propio periódico donde trabajaba Reich publicaba en el año 68 a un historiador nazi Ernst Nolte, un artículo donde exponía que el asesinato de los judíos no es un hecho singular sino absolutamente parangonable con otros asesinatos en masa ocurridos en nuestro siglo, compensando así la culpa alemana con los crímenes de otros.

Según el historiador el Holocausto fue la consecuencia, si no la copia, del imperio bolchevique del terror, una especie de medida de protección, y por tanto, comprensible. Nolte elogiaba todavía en diciembre de 1998 a las SS como la cima, ni más ni menos del carácter guerrero.  

Cuando en 1963 se reunieron los supervivientes de su promoción de bachillerato,  la mayoría de ellos alemanes no judíos, y entre ellos cuatro médicos, se contaron anécdotas inocuas y se intercambiaron recuerdos, pero nadie habló del holocausto, precisamente ellos, caballeros, personas educadas y reflexivas que habían sido oficiales del ejército alemán y que suponemos habían vivido experiencias horribles. Su encuentro duró dos días y no se echó de ver nada de ello, ni siquiera cuando conversaban a solas.

Al fin, Marcel Reich, les preguntó por el tema y ellos contestaron que cómo iban a creer en la inferioridad de la raza judía si precisamente en clase el mejor alumno de alemán era judío y el mejor atleta también. Ante aquella respuesta, Marcel Reich, quedó estupefacto, le pareció ridícula la contestación: “Y si yo no hubiera sido el mejor alumno de alemán y mi amigo el mejor corredor, ¿podrían, entonces, habernos hecho la vida imposible?”

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Marcel Reich fue, desde luego, un entusiasta del romanticismo alemán y, en general, de toda la literatura alemana. Demasiado entusiasta, tanto que ha ignorado o no le  ha importado otros movimientos, otras literaturas.

Es cierto que aunque nació en Polonia, él consideró Alemania su patria y  su lengua materna el alemán, y que a pesar de ser un alumno brillante los nazis no le permitieron estudiar literatura  en la Universidad por ser  judío. Pero lo que no es de recibo es que un crítico literario tan exitoso e influyente, comente  únicamente autores alemanes, mientras que cite,  casi de pasada, algunos  rusos, franceses e ingleses. Y luego nada, absolutamente nada del resto de países que parecen no existir para él a excepción de Shakespeare, al que cita unas dieciocho veces. 

Ni una sola mención a Cervantes, ni al Quijote. ¿Cómo se puede ser crítico literario sin leer y estudiar a Cervantes? Bueno, quizás lo haya estudiado pero lo ignore. En ese caso, todavía peor.



En su libro sobran varios capítulos en los que habla de autores, por supuesto alemanes, muchos de ellos locales, olvidados, desconocidos para el gran público, con tantos detalles que abruman y lo hacen pesado. Por el contrario se salvan, y aún más, son bastante meritorias,  las páginas en las que habla de Günter Grass, Bertolt Brecht, Adorno, Thomas Mann  o Elias Canetti.

De todos ellos dice que la vanidad les puede, y que la relación de un crítico con el autor siempre  depende de lo que haya dicho éste sobre su último libro.

UN EJEMPLO : El día en que conoció a Günter Grass:

En Mayo de 1958 me llamó por teléfono mi amigo Andrzej Wirth para decirme que tenía problemas y solicitarme ayuda. Esperaba a un joven de la República Federal de Alemania que, por desgracia, no conocía a nadie en Varsovia. Había que cuidar un poco de aquél pobre hombre […] Al día siguiente fui al Bristol, donde el invitado me tenía que esperar hacia las tres de la tarde. […] El hombre de la butaca iba vestido, en cambio, con descuido, por decirlo de manera discreta, y además no se había afeitado. Parecía estar haciendo algo nada habitual en la recepción de un hotel elegante: dormitar. De pronto, se incorporó y caminó hacia mí. Me estremecí. Pero lo que me infundió miedo no fue su bigote imponente, sino su mirada, una mirada dura y fija, vidriosa, casi salvaje […] se había bebido una botella entera de vodka mientras comía solo.[…] Quería escuchar sus opiniones sobre la literatura que se hacía en la República Federal. ¿Heinrich Böll? Sonrisa despectiva aunque indudablemente benévola. ¿Max Frisch? Lo que ocurría en sus novelas era demasiado distinguido para él. Tuve la sensación de que aquel joven no sabía por dónde le daba el aire. […] Le pregunté si no querría contarme algo sobre el argumento de la novela que estaba escribiendo. Estaba escribiendo la historia de una persona: el asunto comenzaba en la década de 1920 y llegaba casi hasta el momento actual. ¿Y quién era esa persona? Un enano. ¿Y qué más?, pregunté sin curiosidad. “El tal enano—me explicó—tiene, además, una joroba” ¿Cómo? ¿Enano y jorobado al mismo tiempo?; ¿no sería un poco excesivo? “El enano chepudo—continuó el joven—está internado en un manicomio”.

Termina el autor diciendo que no cree que haya ninguna relación causal entre la música, la literatura y en general de todas las artes con la ética. Que no necesariamente nos hacen más buenos, y duda de su eficacia educativa. Me dice AMB, que la literatura, como arte que es, objetiva ideas, también ideas éticas, pero no es un tratado de ética, en todo caso, puede ser ejemplar, pero no resuelve dilemas.

Yo no estoy del todo de acuerdo. ¿Quién se lee en estos días un tratado de ética? Pocas personas. Sin embargo son muchos los que se han leído a Charles Dickens. Una vez leí que hizo más por la revolución social y el proletariado las novelas de Dickens que el propio Marx con su manifiesto.

No, nunca creí seriamente que la literatura tuviera alguna función pedadógica digna de mención, pero sí en la necesidad del compromiso; es decir, en que si bien los escritores no podían cambiar nada, debían pretender el cambio en beneficio de la calidad de sus trabajos.