A mi parecer no estamos ante una novela típicamente jurídica, aunque el protagonista sea un abogado inmerso en la maraña de los tribunales del sistema judicial inglés, sí, esos tribunales con estrados altos y jueces y abogados con pelucas del siglo XVIII.
Estamos ante un libro de relatos de estilo British. Universo propio; su trabajo, su país... humor cáustico y más cosas...
Los relatos que componen este libro ofrecen a un “picapleitos” mordaz e irónico cuya habitual desidia y la falta absoluta de ambición le inhabilita para cualquier aspecto de la vida cotidiana.
Y ello es precisamente su punto más fuerte y atractivo pues, no olvidemos, que el abogado no deja de ser un notario que quiere ayudar. Por eso lo queremos: sin personaje entrañable no hay gran novela. Entre sus cualidades está beber vino de garrafón, fumar puros malos, pelearse con su mujer (Ella la que ha de ser obedecida) y ocurrirsele todo tipo de triquiñuelas para ganar los casos.
No son casos sorprendentes donde haya que sacarse un as debajo de la manga para resolverlos, ni ser un gran investigador, tampoco los casos son una cosa del otro mundo,— divorcio, robo, villanos de barrio— es sólo que su experiencia, su intuición, y por qué no, la suerte, acompañan a este abogado tan peculiar. Podrían ser historias de Wodehouse.
Y es que nuestro abogado es un gran conocedor de la naturaleza delictiva y humana en general.
Rumpole es un tipo peculiar al que se le toma cariño, no importa mucho los pleitos que tiene, ni como los resuelve, sino lo que hace después de salir del trabajo; sus cervezas en el pub, el día a día con la intransigente de su mujer, el hijo, profesor de sociología, y su nuera vegana. Lo que cuenta es el tiempo libre.
El libro se lee con una leve sonrisa y sin sobresaltos. Su fino humor inglés esconde más allá de la trama aparente una profunda crítica social.
Ya en el juzgado, ataviado con mi peluca y mi toga, tuve mi primer contacto con el resto de los habitantes del Nirvana, los comedores de setas del número 34 de Balaclava Road. Habían venido en bloque, vestidos con vaqueros limpios y fulares de estilo mexicano, y les acompañaba el bebé de rigor. Un hombre alto de color, de quien más tarde descubrí que se llamaba Oswald, portaba una flauta pequeña. Yo mantenía la esperanza de que no acabaran confundiendo todo aquel asunto con una fiestecita junto a la embajada sudafricana.
"He perdido el tiempo, y ahora el tiempo me pierde a mí"--Cambié de Scott a Shakespeare. La reacción de mi compañera de vida no fue mucho mejor.
En aquel instante sonó el teléfono del salón, y Hilda, que adora la actividad, salió corriendo a responder la llamada. A través de la puerta abierta le oí contar unas mentiras terribles.
"Los abogados y las prostitutas--le dije, y se lo dije de verdad--ejercemos las dos profesiones más antiguas del mundo. Y nuestro objetivo consiste en agradar al otro".