Al
caballo Pabilo y a su compañero, asesinados en Panamá
Tengo
que decir que a pesar de haber leído y reseñado una obra sobre un
torero, yo no soy aficionada a la fiesta nacional (o drama nacional,
como diría Machado), al contrario, si por mí fuera ya estarían
abolidas las corridas de toros. Ni siquiera el autor de esta
biografía lo era. Al escritor sevillano, Chaves Nogales, no le
gustaban tampoco los toros y, por supuesto, no acudía a las plazas
de toros; sin embargo escribió esta historia “al dictado” de su
amigo torero Juan Belmonte.
Pero
lo que a Chaves Nogales le interesó del matador de toros fue más
bien su carácter intelectual y aventurero, quizás porque él
también era un aventurero y un intelectual. Belmonte fue un hombre
pobre sin estudios pero con una inteligencia natural extraordinaria.
Así
que me acerco a esta obra, más que por otra cosa, por la narrativa
de Chaves Nogales que hace del relato un magnífico reflejo literario
de la época y del espíritu humano.
Personajes
singulares, sevillanos del costumbrismo andaluz, el mundo
latinoamericano, el encanto de los mexicanos y a la vez la exaltación
de sus malas pasiones populares capaces de morir o matar por no
importa qué causas, aquellos personajillos de la picaresca española
como el hombre español con cara de tonto y aspecto de infeliz del
que todos se mofaban y que resultó ser un estafador inteligente y a
gran escala, en fin, toda una fauna de servidumbre y clientela que
pululan alrededor del toreo y del torero.
La
figura de Belmonte es excepcional porque representa el toreo moderno.
Hasta entonces había terreno vedado para el matador porque se
arriesgaba a sufrir una cornada del toro. Pero Belmonte sentó las
bases actuales de la tauromaquia.
El
diestro entraba en el terreno del toro sin ser cogido , es decir,
corneado, y lo que en principio podría parecer suicida luego no lo
era tanto (esta característica la ha llevado a su culmen el torero
actual José Tomás). Según Belmonte, el único ser racional en el
albero es el torero, mientras que el toro tiene el espacio que el
matador le permite.
Juan
Belmonte perteneció junto a Joselito a la Edad de Oro
del toreo, en una época en que la faena del matador no moría en la
plaza sino que proseguía más allá discutiéndose en la calle, con
los aficionados analizando la corrida. No se hablaba de otra cosa
pues los toreros eran ídolos de multitudes y el toreo era una
continuación de la vida de los españoles.
“Joselito
significaba la técnica, la razón, el dominio, EL
poder a todos los toros, EL
dominar
todas las suertes. Belmonte significaba la pasión, el arte, la
estética, EL
romper las reglas. Es como si dices el arte clásico y la revolución
de vanguardias”.
Además
Belmonte era el torero de los intelectuales. Se relacionaba con Pérez
de Ayala, Romero de Torres y otros muchos escritores y artistas de
fama. De él dijo Ramón de Valle Inclán: ¡Juanito, no te falta
más que morir en la plaza!, a lo que el torero le respondió: “Se
hará lo que se pueda, don Ramón”. Viajaba con un baúl repleto de
libros, él, que era hijo de un quincallero y que en su infancia
apenas aprendió a leer.
Chaves
Nogales no es ajeno a la crueldad del toreo. En la narración se
cuelan episodios espeluznantes. Pobres caballos despanzurrados con
sangre por todas partes. O la historia del caballo que compró
Belmonte y que siempre llegaba a la grupa tantas personas que el
pobre animal no pudo más y se suicidó estampándose contra un muro.
Destaca el caso de una corrida en Panamá que organizó Belmonte y su
cuadrilla. Necesitando caballos para los picadores cogieron dos jacos
que se dedicaban a repartir leche y que en realidad eran ajenos a las
lides del toreo. Aseguraronle en todo momento a su dueño que sus
animales no corrían peligro. Pero no fue así y los dos caballos
terminaron destrozados. Uno de ellos que se llamaba Pabilo,
al sentirse herido el pobre
animal salió corriendo
de la plaza con las tripas colgando. Todos
tenemos una vida, una sola,
también los pobres
animalicos y nadie tiene derecho a quitárnosla para el
disfrute exclusivo
de ninguna persona.
No hizo daño a nadie Pabilo, que
era un animal tranquilo y feliz, y
que junto a su compañero se
dedicaba a trabajar.
Aquel
toro parecía de goma. Le pinché en todas partes, y, si bien es
verdad que llegó un momento en que murió, más creo que lo hizo
harto de mí y de mi torpeza
que por la virtud mortífera de mi acero.
La
tesis de Belmonte sobre el toreo es que es, ante todo, un ejercicio
de orden espiritual. La
fuerza física es importante pero aún más lo es la fuerza mental.
Lidiar contra el toro y
contra los aficionados. Afrontar
que, en ocasiones, la gente iba a ver las corridas con un papel y un
lápiz para ajustar las cuentas al torero que no moría en la plaza.
Y luego, resistir
frente a los espectadores de
toros que van de severos críticos y
presumen de entendidos. Mientras la multitud aplaude o se divierte,
el falso entendido acredita su tecnicismo tauromáquico manifestando
ostensiblemente su disconformidad y es inútil todo cuanto el torero
haga. Esto último es
aplicable a casi todas las artes y disciplinas donde interviene el
público.
Alguien
dijo de
“El pasmo de Triana”
que
parecía más un humorista inglés que un torero. Desde
luego, lo que sí fue, es una figura dentro y fuera de la plaza.
Por
último, hay una teoría
antropológica e
histórica-política
sobre el toreo que voy a
tratar de exponer aquí. Según esta teoría el toreo es la
consecuencia de la Revolución
Francesa
en la España imperial y aristocrática. El rejoneo hecho por nobles
y que se hace a caballo es
objeto de revolución y es a
partir de la revolución
francesa cuando el torero
(caballero)
baja del caballo y va a pie
y se enfrenta con arte al toro, y el toro mismo adquiere nobleza. El
toreo en España representa, por tanto, la revolución francesa que
no pudo darse en la política, en el estado y quedó limitada a la
fiesta nacional.
Uno
cree que es desgraciado porque tiene que pelear sin descanso en su
arte o su oficio y espera cándidamente que el día que tenga dinero
será feliz descansando mano sobre mano; pero la verdad es que hay
muy pocos hombres capaces de resignarse a ese bienestar burgués, que
consiste en ver girar el sol sobre nuestras cabezas, bien comidos y
bien descansados.
Se
torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se
enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que,
a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen.
Hace
poco quise impugnar unas tarifas de contribuciones que me habían
impuesto arbitrariamente. Me quedé estupefacto cuando oí al
recaudador que me decía como todo el mundo:
—Pero
hombre, a usted, ¿qué más le da? ¡Si con torear un par de
corridas más tiene todos los problemas resueltos!
Y
por esto sí que no paso. Me niego a que el Estado y el Municipio y
la Diputación tengan ese concepto de mi dinero. Pase que haya que
torear para ayudar a unos infelices que, a fin de cuentas, forman el
pedestal del torero. ¡Pero me niego a dar una sola verónica en
beneficio del Estado!