LA CONJURA

jueves, 24 de julio de 2025

JUAN BELMONTE, MATADOR DE TOROS






Al caballo Pabilo y a su compañero, asesinados en Panamá


Tengo que decir que a pesar de haber leído y reseñado una obra sobre un torero, yo no soy aficionada a la fiesta nacional (o drama nacional, como diría Machado), al contrario, si por mí fuera ya estarían abolidas las corridas de toros. Ni siquiera el autor de esta biografía lo era. Al escritor sevillano, Chaves Nogales, no le gustaban tampoco los toros y, por supuesto, no acudía a las plazas de toros; sin embargo escribió esta historia “al dictado” de su amigo torero Juan Belmonte.


Pero lo que a Chaves Nogales le interesó del matador de toros fue más bien su carácter intelectual y aventurero, quizás porque él también era un aventurero y un intelectual. Belmonte fue un hombre pobre sin estudios pero con una inteligencia natural extraordinaria.


Así que me acerco a esta obra, más que por otra cosa, por la narrativa de Chaves Nogales que hace del relato un magnífico reflejo literario de la época y del espíritu humano.


Personajes singulares, sevillanos del costumbrismo andaluz, el mundo latinoamericano, el encanto de los mexicanos y a la vez la exaltación de sus malas pasiones populares capaces de morir o matar por no importa qué causas, aquellos personajillos de la picaresca española como el hombre español con cara de tonto y aspecto de infeliz del que todos se mofaban y que resultó ser un estafador inteligente y a gran escala, en fin, toda una fauna de servidumbre y clientela que pululan alrededor del toreo y del torero.


La figura de Belmonte es excepcional porque representa el toreo moderno. Hasta entonces había terreno vedado para el matador porque se arriesgaba a sufrir una cornada del toro. Pero Belmonte sentó las bases actuales de la tauromaquia.


El diestro entraba en el terreno del toro sin ser cogido , es decir, corneado, y lo que en principio podría parecer suicida luego no lo era tanto (esta característica la ha llevado a su culmen el torero actual José Tomás). Según Belmonte, el único ser racional en el albero es el torero, mientras que el toro tiene el espacio que el matador le permite.


Juan Belmonte perteneció junto a Joselito a la Edad de Oro del toreo, en una época en que la faena del matador no moría en la plaza sino que proseguía más allá discutiéndose en la calle, con los aficionados analizando la corrida. No se hablaba de otra cosa pues los toreros eran ídolos de multitudes y el toreo era una continuación de la vida de los españoles.


Joselito significaba la técnica, la razón, el dominio, EL poder a todos los toros, EL dominar todas las suertes. Belmonte significaba la pasión, el arte, la estética, EL romper las reglas. Es como si dices el arte clásico y la revolución de vanguardias”.


Además Belmonte era el torero de los intelectuales. Se relacionaba con Pérez de Ayala, Romero de Torres y otros muchos escritores y artistas de fama. De él dijo Ramón de Valle Inclán: ¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!, a lo que el torero le respondió: “Se hará lo que se pueda, don Ramón”. Viajaba con un baúl repleto de libros, él, que era hijo de un quincallero y que en su infancia apenas aprendió a leer.


Chaves Nogales no es ajeno a la crueldad del toreo. En la narración se cuelan episodios espeluznantes. Pobres caballos despanzurrados con sangre por todas partes. O la historia del caballo que compró Belmonte y que siempre llegaba a la grupa tantas personas que el pobre animal no pudo más y se suicidó estampándose contra un muro. Destaca el caso de una corrida en Panamá que organizó Belmonte y su cuadrilla. Necesitando caballos para los picadores cogieron dos jacos que se dedicaban a repartir leche y que en realidad eran ajenos a las lides del toreo. Aseguraronle en todo momento a su dueño que sus animales no corrían peligro. Pero no fue así y los dos caballos terminaron destrozados. Uno de ellos que se llamaba Pabilo, al sentirse herido el pobre animal salió corriendo de la plaza con las tripas colgando. Todos tenemos una vida, una sola, también los pobres animalicos y nadie tiene derecho a quitárnosla para el disfrute exclusivo de ninguna persona. No hizo daño a nadie Pabilo, que era un animal tranquilo y feliz, y que junto a su compañero se dedicaba a trabajar.


Aquel toro parecía de goma. Le pinché en todas partes, y, si bien es verdad que llegó un momento en que murió, más creo que lo hizo harto de mí y de mi torpeza que por la virtud mortífera de mi acero.


La tesis de Belmonte sobre el toreo es que es, ante todo, un ejercicio de orden espiritual. La fuerza física es importante pero aún más lo es la fuerza mental. Lidiar contra el toro y contra los aficionados. Afrontar que, en ocasiones, la gente iba a ver las corridas con un papel y un lápiz para ajustar las cuentas al torero que no moría en la plaza. Y luego, resistir frente a los espectadores de toros que van de severos críticos y presumen de entendidos. Mientras la multitud aplaude o se divierte, el falso entendido acredita su tecnicismo tauromáquico manifestando ostensiblemente su disconformidad y es inútil todo cuanto el torero haga. Esto último es aplicable a casi todas las artes y disciplinas donde interviene el público.


Alguien dijo de “El pasmo de Triana” que parecía más un humorista inglés que un torero. Desde luego, lo que sí fue, es una figura dentro y fuera de la plaza.


Por último, hay una teoría antropológica e histórica-política sobre el toreo que voy a tratar de exponer aquí. Según esta teoría el toreo es la consecuencia de la Revolución Francesa en la España imperial y aristocrática. El rejoneo hecho por nobles y que se hace a caballo es objeto de revolución y es a partir de la revolución francesa cuando el torero (caballero) baja del caballo y va a pie y se enfrenta con arte al toro, y el toro mismo adquiere nobleza. El toreo en España representa, por tanto, la revolución francesa que no pudo darse en la política, en el estado y quedó limitada a la fiesta nacional. 


Uno cree que es desgraciado porque tiene que pelear sin descanso en su arte o su oficio y espera cándidamente que el día que tenga dinero será feliz descansando mano sobre mano; pero la verdad es que hay muy pocos hombres capaces de resignarse a ese bienestar burgués, que consiste en ver girar el sol sobre nuestras cabezas, bien comidos y bien descansados.


Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen.


Hace poco quise impugnar unas tarifas de contribuciones que me habían impuesto arbitrariamente. Me quedé estupefacto cuando oí al recaudador que me decía como todo el mundo:

Pero hombre, a usted, ¿qué más le da? ¡Si con torear un par de corridas más tiene todos los problemas resueltos!

Y por esto sí que no paso. Me niego a que el Estado y el Municipio y la Diputación tengan ese concepto de mi dinero. Pase que haya que torear para ayudar a unos infelices que, a fin de cuentas, forman el pedestal del torero. ¡Pero me niego a dar una sola verónica en beneficio del Estado!




 

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