Hacía tiempo que no me entusiasmaba ni me emocionaba tanto con un libro.
Dicen algunos lectores que el libro es muy largo y reiterativo (y es verdad, más de 700 páginas, pero nada de reiterativo), que parece un vodevil o telenovela mala y forzada (podría ser, pero en absoluto puedo estar de acuerdo con esa opinión), o que disecciona en exceso cada uno de los motivos de los personajes (pues sí, pero lo hace muy bien…y es un acierto).
Si nos vamos al título, “el mar, el mar”, dicen, por ejemplo, que la fuente original es la Anábasis de Jenofonte (pues sí, puede ser), o que es el inicio del famoso poema del cementerio marino “ la mer, la mer, toujours recommencée” (por cierto, yo visité el cementerio marino donde está enterrado Paul Valery en Sète)
Pero a mí “El mar, el mar” no deja de recordarme a “Tierra, Tierra” novela autobiográfica de Sandor Marái publicada unos años antes. Lo de “tierra, tierra” fue el grito de un marinero vigía que iba en una de las carabelas al mando de Colón y que viene a ser la salvación, la búsqueda del hogar y de las raíces.
La historia comienza cuando Charles Arrowby, famoso dramaturgo inglés se jubila y se retira a una casita frente al mar para escribir sus memorias. Allí lleva una vida tranquila, donde de vez en cuando recibe la visita de sus amigos y ex novias y del estirado, con el que nunca se llevó bien, de su primo James.
Hay que decir que el protagonista es un ser egoísta, poco empático, al que le gusta tener a la gente sometida a sus deseos, como si fuera un director de escena, pero en la vida real. Y de la vida real o no , es de lo que trata la novela.
“Gracias a Dios, nadie ha intentado ofrecerme su amistad” “En realidad, pensándolo bien, casi todo lo que hay en el mundo tiene que ver con mi situación” dice el protagonista.
Un ser odioso que cae mal.
Pero al leer sus memorias, diarios o reflexiones nos parece, en ocasiones, una persona muy sensata , generosa y que se mueve por los mejores propósitos. Quiere y hace el bien. Los demás se resisten. Eso parece.
Un día descubre en el pueblecito donde vive a la que había sido el gran amor de su vida. Una amiga de la infancia a la que amaba profundamente y a la que nunca pudo olvidar. ¡Su adorada Hartley! La joven desapareció de la noche a la mañana sin dejar rastro y nunca la encontró a pesar de haberla buscado durante años.
El caso es que ese gran amor es ahora una vieja aldeana anodina, casada y con un hijo. “Una anciana pensionada”. Nada que ver con las figuras intelectuales del teatro ni con las refinadas y estilosas mujeres a la que estaba acostumbrado. “la mujer barbuda” le llamaba una de sus novias por los pelitos que tenía en el bigote.
Sin embargo Charles Arrowby la sigue queriendo y a partir de ese momento casi se vuelve loco intentando recuperarla. Y es curioso porque el lector, ante la indiferencia de la que fuera su primer novia que se niega a separarse de su marido para volver con él, llega a compadecerse del protagonista por el empeño de éste en recuperar su amor de la infancia. A veces cae bien.
Una obra repleta de sublimes descripciones, continuas referencias filosóficas y literarias, de una gran habilidad narrativa donde destaca el lirismo, la belleza, y un fino sentido del humor ¡incluso habla de cocina!
Narrado en primera persona, llega el momento en que desconfiamos del narrador. Sospechamos. Como en la vida real el que nos cuenta algo lo hace a su manera, bajo el prisma de sus ilusiones, de sus propias mentiras, de su egocentrismo…
¿Sería Charles Arrowby el escritor búlgaro Elias Canetti con el que tuvo una relación sentimental la autora?
Al final del libro Iris Murdoch deja sacar al lector sus propias conclusiones sobre la condición del protagonista y en general sobre la condición humana, con esa prosa tan precisa, tan poética y habilidosa que hace mantener la tensión narrativa hasta la última página.
La novela es una obra maestra, y, como tal, no necesita de ningún otro libro auxiliar, pero en este caso, al encontrarnos también con una gran filósofa— me dice mi marido quien fue el que me la recomendó— que estaría bien leer su libro “ Las soberanía del bien”.
El teatro es un ataque a la humanidad, concretado por la vía de la magia: tomar represalias contra un público todas las noches, hacer que rían y que lloren, que sufran y que pierdan el tren. Claro que los actores consideran al público como un enemigo al que hay que engañar, drogar, encarcelar, estupidizar. Esto se debe, en parte, a que el público es también un tribunal contra el cual no hay apelaciones.
El drama debe crear un momento presente, irreal y fascinante, y aprisionar en él al espectador. El teatro mima la profunda verdad de que somos seres prolongados que, sin embargo, solo podemos existir en el presente. Es un presente irreal porque le falta la libre emanación de la reflexión personal y porque contiene sus propios límites secretos y conclusiones.
Después dejé de lado cierta vanidad. La vanidad resulta tan vapuleada en el teatro, que uno imaginaría que tiende a desvanecerse, pero la mayor parte de los actores se las ingenian para mantenerla: no solo como enfermedad laboral, sino también como instrumento necesario para la supervivencia.
Pero las zonas más profundas de nuestro espíritu tienen muy poco sentido del tiempo.
Así es la credulidad humana, el poder de la palabra impresa y de cualquier “nombre” conocido, o cualquier “personalidad del mundo del espectáculo. Aunque el lector afirme que “se lo toma con cierto escepticismo”, en realidad no es así. Está ávido de creer, y cree, porque creer es más fácil que no creer, y porque cualquier cosa escrita tiende a ser “verdadera en cierto modo”.
Es revelador lo fácil que resulta asustar a la gente, desconcertar a alguien, perseguirlo y aterrorizarlo hasta hacerle perder la cabeza y hacer de su vida una pesadilla. No es de extrañar que florezcan los dictadores.
Es posible que la gente se adapte a formas de vida que excluyen una felicidad continuada, pero que son satisfactorias y, en conjunto, preferibles a otras alternativas.
He amado...en otro tiempo...a otras mujeres, otros seres, ahora todos perdidos ya, perdidos para siempre, pero no habría servido de nada...Los canallas y los pillos y los inútiles no pueden ser felices, de manera que, después de todo, alguna justicia hay en el mundo.
En lo espiritual somos unas criaturas sigilosas, y esa espiritualidad es lo más sorprendente que hay en nosotros, más sorprendente incluso que nuestra razón. Pero no podemos limitarnos a entrar en la caverna y mirar. La mayor parte de lo que creemos saber de nuestra propia mente es pseudoconocimiento. Nuestra afectación es escandalosa, exageramos la importancia de lo que creemos valer. Según Estesícoro, los héroes de Troya lucharon por una Helena fantasma. Guerras vanas por objetivos fantasmas.
Al objeto venerado se le dota de poder. Ese es todo el sentido de la prueba ontológica. Y si hay bastante arte, una mentira puede iluminarnos tan bien como la verdad.
Yo diría que la mayoría de las vidas son horribles. Solo cuando uno es joven espera otra cosa.
Bueno, procuraré reflexionar, pero no hoy.
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