LA CONJURA

domingo, 23 de abril de 2023

El gato tuerto

 




Itziar lleva en coche a su marido para ingresar en la cárcel. Ha sido condenado a diez años de prisión por acoso y violación. Así comienza la novela de Manuel Avilés.

A partir de esa primera escena, continua la narración mostrando una serie de dudas sobre el sistema judicial español. El final nos lleva a una larga reflexión. ¿Es posible encarcelar a alguien sin pruebas? ¿De qué manera la justicia está politizada e influida por las corrientes culturales y grupos de presión? ¿Cómo es posible que un inocente sea tan fácilmente acusado, enjuiciado sin las debidas garantías y condenado y, sin embargo, sigamos creyendo ingenuamente que vivimos en un estado de derecho y en democracia?


Alberto, que así se llama el personaje principal, es denunciado por dos trabajadoras del colegio, en el que precisamente su mujer es la directora. Tras ser despedidas, las trabajadoras deciden poner una denuncia por acoso y posteriormente también por violación.


Uno comienza leyendo la novela con la convicción de que Itziar es una enamorada de su marido, un cubano negro, guapo y atlético, que la ha engañado y vete tú a saber de qué ha sido capaz.  ¡Vamos! Una española que fue a Cuba a hacer turismo sexual (aunque ella lo niega) y que volvió con un cubano meloso y bailón al que le solucionó la vida; pero a medida que avanzamos en la lectura nos posicionamos cada vez más con la protagonista y se va percibiendo que ha habido muchos errores en el proceso.


Así, por ejemplo, el abogado defensor pidió un perito psiquiatra, que se le negó porque eso sería maltratar y afligir un daño más a la víctima, una falta de respeto y un atentado a su dignidad. Se pidieron las pruebas de los whatsapps y esos supuestos mensajes donde la acosaban, pero no se aportaron. Incongruencias como que el acusado le pedía constantemente el teléfono y ella no se lo daba, mientras dice recibir mensajes. Pero difícil es mandar un mensaje si no se tiene el teléfono. Nunca se presentaron tampoco los audios que dicen les enviaba. Y la cuestión de la violación, una cuestión tan importante y vital y que la declaró un año después. En fin, una serie de incongruencias, como quedarse a solas en una fiesta con tu acosador, salir a pasear con él, o llevarlo en tu propio coche.


No duda la protagonista que su marido es un jeta, y que le ha sido infiel. Pero niega rotundamente que haya violado a nadie. No hay pruebas de ello. No hay pruebas físicas. Sólo la declaración de alguna amiga de la víctima que habla de oídas e influida por el abogado de la acusación. Sin embargo su marido ha sido condenado. Ha sido vulnerado el principio in dubio pro reo. Porque, dice el autor, la lucha contra toda violencia no se realiza vulnerando los derechos constitucionales…, criminalizando a todos los hombres y victimizando a todas las mujeres que pueden declararse víctimas sin garantías ni cautela alguna con el acusado.


Todo político (principio que pretendo establecer desde hoy), más cuanto más efímero es su paso por el poder, como muchos que vemos pulular, tiene una pulsión megalómana de quedar en la memoria para los siglos venideros.


Tengo que poner sobre el tapete más cosas, Miriam, pero el resumen rápido es ese. Se han cargado las garantías de que tanto presumen los estados modernos, democráticos y justicieros, y Alberto cumple diez años de condena y está encerrado con un gitano que no se lava, que se come tres cabezas de ajo cada día y se la pela por las noches incansablemente en la litera de arriba. Es triste, ¿no?


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